Ibn
al-Arabi es autor de numerosas obras, entre las que destacan “las Revelaciones
de la Meca”, “la Sabiduría de los profetas” o “los Engarces de la Sabiduría”, siendo
a la edad de treinta y siete años, y en medio de una visión junto a la Kaaba,
cuando le fue confirmada su condición de Maestro del sufismo.
El
Islam es la religión de la sumisión; musulmán es quien se entrega a Dios e Ibn Arabi
es considerado el heredero y cultivador del Islam, por excelencia.
La
esencia de su doctrina es “la Unidad del Ser, cual realidad que se escinde
entre sujeto y objeto”, aunando amor y sabiduría. Cuando mencionamos dicha
“Unidad del Ser”, Ibn Arabi se refiere a la “no-dualidad”; es decir, la no
manifestación absoluta. Y cuando menciona la “realidad escindida”, primero se
refiere a la no manifestación relativa y después
a la manifestación del cosmos.
Sirviéndose
del Hadit del Profeta Mahoma que reza:
“Yo era un tesoro que quería ser conocido; y, por eso, creé el mundo”, Ibn
Arabi nos indica que Dios ama y, a la vez, desea nuestro Conocimiento. Y, como
referentes de su doctrina de la Unidad, así nos sumerge en un contexto amoroso
y de imaginación creadora, donde ésta es el nexo de unión entre Creador y criatura,
a través de su “Espiración” o hálito divino (el Verbo de la tradición cristiana).
El aliento del Todo Misericordioso encauza el Espíritu divino sobre nuestra
contingencia existencial. Este nexo de unión es el Espíritu (ar-Rûh), mensajero
o guía del saber divino, puesto que es importante el conocimiento de la Ciencia
de las Letras para comprender, por ejemplo, lo que se halla oculto en el texto
coránico. El discernimiento de la forma
o el sonido de la letra son igualmente imprescindibles para dicho saber. Las
letras, palabras y nombres constituyen el Verbo divino. Y para conocer el
Aliento divino, se necesita conocer el Cosmos (“quién se conoce a sí mismo,
conoce a su Señor”-quién se manifiesta en él-).
Y es
que todo está contenido en el Aliento, cual luz que mora en la oscuridad que
precede al alba. Ibn Arabí considera “la Nube” como el conjunto de nombres y
posibles –que se pueden manifestar-, constituyendo la materia prima que permite
la exteriorización de lo que se halla oculto. E, igualmente, nos indica que las
dualidades “interior, exterior”, “manifiesto, no manifestado” están contenidas
en dicha nube; es el Barzaj que separa el ser del no ser y, a la vez, es ambas
cosas.
La Luz
es la manifestación de Dios: “Alá es la Luz de los cielos y de la tierra. Su
Luz es comparable a una hornacina en la que hay un pabilo encendido. El pabilo
está en un recipiente de vidrio, que es como si fuera una estrella fulgurante.
Se enciende de un árbol bendito, un olivo, que no es del Oriente ni del Occidente,
y cuyo aceite casi alumbra aún sin haber sido tocado por el fuego. Luz sobre
Luz! Allah dirige a Su Luz a quien Él quiere. Allah propone parábolas a los
hombres. Allah es omnisciente”. Sura 24, 35. El árbol bendito aquí mencionado
simboliza al Hombre Universal que, no siendo ni oriental ni occidental, queda
ubicado en el centro del mundo. Así, el óleo simboliza el fuego interior que
porta en sí, y cuando se enciende, trasciende la potencia y sobreviene
acto.
Ayuno,
vigilia, silencio y soledad se hacen también imprescindibles en la tarea de la
extinción de la extinción. Y es que, toda persona espiritual debe propiciar su
propia guerra santa. “Si quieres llegar hasta Mí, ¡He ahí el alma! Desconfía de
ella y trátala como enemiga”(Ibn 'Ata Allah). Es decir, la lucha entre el
Espíritu supra formal y el alma impura, es básica para el establecimiento de
una paz en el centro del corazón, estando en lo sucesivo así el alma iluminada
por el Espíritu.
El esoterismo
musulmán nos hace saber que la Unidad divina es indivisible; no obstante, se
presenta en múltiples aspectos, siendo entonces asumida como “Unicidad”. La unidad puede ser simbolizada por el número
uno y la unicidad, por el resto – a su vez, basados en la unidad-. Aquello que
constituye la invariabilidad de la naturaleza de las cosas, la entendemos como
esencia.
La
esencia divina es la verdadera esencia de todas las cosas. Según el sufismo,
los nombres divinos son las esencias contenidas en la esencia divina. La
distinción entre el Ser y las esencias inmutables puede ser contemplada bajo la
manifestación integradora del Ser mediante estas. “Dios es el espejo en que te
ves, a la vez que tú eres el espejo en que Él contempla sus nombres”. Las esencias inmutables (al-'ayn ath-thâbitah) son la verdadera esencia de todas cosas (“Invocadme y
os recordaré”, Co 2, 147). Mediante la invocación de las Esencias inmutables y
en relación a los Nombres divinos, nos identificamos con el Verbo, Arquetipo de
arquetipos. Y dicha rememoración ha de ser continua pues, de lo contrario, no
dejaremos de alejarnos del estado de pureza interior necesario para ser dignos
del Don de Sus mensajes. Así, el corazón libre de toda pasión, dejándose llevar
por un justo proceder, podrá asumir la luz cegadora del conocimiento divino de uno
mismo.
"Mi corazón
se ha hecho capaz de adoptar todas las formas. Es prado para las gacelas y
convento de monjes cristianos. Y templo para el idólatra y la Kaaba del
peregrino. Y las tablas de la Ley y el sagrado libro del Corán. No le pongáis
nombre a mi religión, pues es el amor cualquiera que fuesen las sendas que
hollasen mis pies" (Ibn Arabi).
No hay comentarios:
Publicar un comentario