“Después del
sábado, cuando esclarecía el primer día de la semana, María Magdalena y la otra
María vinieron a ver el sepulcro. Y, ¡atención!, había ocurrido un gran
terremoto; porque el ángel del Señor había descendido del cielo, se había
acercado y había hecho rodar la piedra, y estaba sentado sobre ella. Su
apariencia exterior era como el relámpago; y su ropa, blanca como la nieve”
(Mateo 28, 1-3).
Debemos comprender el secreto de la
tumba vacía, pues se hace preciso que el Ángel retire la piedra a la entrada de
la misma, para que el Cristo resucitado pueda aparecérsenos de entre las
tinieblas. Curiosamente, es la relación participativa con el mismo, a modo de antesala
del suceso, la que propicia dicho encuentro. María Magdalena y la otra María, cual
doble dimensión del ser individual ante la correspondencia con su ángel,
participan del amor hacia Aquel que se encuentra enterrado en las profundidades
de la cueva, siendo así advertidas de la resurrección del que tanto ansiaban
volver a ver. Será entonces cuando, en pos de la unión mística, el Amado
se convertirá en un espejo que reflejará nuestro secreto semblante.