Abraham es el patriarca de Israel por haber concertado una alianza con Dios,
cuyo nombre "Ab-raham" significa "el Padre es ensalzado", y donde Dios Padre así lo es por Abraham y sus hijos, los israelitas. El Nuevo
Testamento nos indica, no obstante, que la descendencia relevante es básicamente de carácter espiritual, tal como predicara San Juan el Bautista: "No penséis que debáis decir
entre vosotros: tenemos a Abraham por padre. Yo os digo: ¡Dios puede de esas
piedras suscitar hijos a Abraham! (Mateo 3,9).
Su numerología es particularmente explícita en los 75 años de
emigración, los 100 de su paternidad y los 175 que vivió.
Según el Corán, Abraham fue elegido por el arcángel San Gabriel y
perseguido por el rey Nemrod, quien intentó matarlo al contemplar una estrella
en sueños e interpretarse como el nacimiento de un niño que infundiría temor a
su reinado; por ello, ordenó degollar a todo recién nacido y Adna, madre de
Abraham, decidió entonces esconderlo en una cueva. A ella se dirigía todos los
días, encontrándolo chupándose los pulgares de los que manaba agua, zumo de
dátiles y leche cuajada, que durante quince años le envió Alah.
Abraham se encontró posteriormente con Melquisedec, rey de Justicia,
rey de Paz, rey de Salem o Metratón de la Cábala, quien asumió su particular
encuentro sintomático con el sacerdote del Dios altísimo, ofreciéndole el
diezmo de todo lo que poseía, tras haber recibido su presentación y bendición
del pan y el vino.
A colación de esta reunión, rememoramos a René Guénon y la figura
del rey de mundo, que aquí sería Melquisedec que a expensas de dar debido
reconocimiento a una religión que asumiera la pauta de la tradición primordial,
se sirve del ritual del pan y el vino, como también hiciera Jesús en la Santa
Cena. De hecho, Mateo retrotrae la genealogía de Jesús hasta Abraham (Mateo
1,1).
Existe una expresión que menciona a Abraham, seno de Abraham, como
símbolo de aquel hombre confiado de Dios.
La alianza entre Dios y Abraham queda especificada en la
circuncisión, simbolizándose la reconciliación entre Dios y su pueblo. El sexo
del hombre, a expensas de dicho pacto, queda así relacionado con la
manifestación de la Palabra perdida que, escindida en nuestro propio seno, una
vez recuperada permitiría formalizar dicha alianza.
Y es que, al igual que en otras tradiciones religiosas, el sexo y
la palabra han estado curiosamente relacionadas (en el hinduismo, por ejemplo,
el primero y antepenúltimo chakras, que son los del sexo y el verbo, se hallan
relacionados). Y es que ambos, tanto el Verbo como el sexo, son creadores de
vida.
En numerosos misterios grecolatinos, como en los cultos de Atis y
Cibeles, los sacerdotes previamente emasculados y vestidos de mujer, bebían la
sangre del toro sacrificado sobre el taurobolio. Con dicho sacrificio se
deseaba hacer algo sagrado de la muerte material, aspirando a una nueva vida
espiritual.
La circuncisión en tiempos en que la asumió como propia el pueblo
de Israel, cual emasculación simbólica de una muerte material y costumbre ya
arraigada en muchas culturas, deviene desde entonces rito simbólico necesario
para toda persona que ansíe un estado más elevado de su alma.
Dios también le exigió sacrificar a su hijo Isaac. Y aquí, el simbolismo
vuelve a incidir recurrente hacia el alto valor del sacrificio intrínseco bien orientado.
En toda la ribera mediterránea, todavía en aquella época, los primogénitos
acostumbraban a ser sacrificados con el fin de congratularse con el dios de
turno. No obstante, yendo aquí Abraham más allá de la tradición de dicha época e impelido por su enorme
fe, halla conmutada la pena hacia su vástago, con lo cual quedaría inaugurado
el sacrificio por la fe. No obstante, y según el cristianismo, se hace siempre preciso
recordar que Dios mismo sacrificó a su hijo por la humanidad.