Mateo nos indica en su Evangelio: “Bautizado Jesús, salió luego del agua;
y en esto se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma
de paloma y venía sobre él. Y una voz que salía de los cielos decía: ‘Este es
mi Hijo amado, en quien me complazco” (3, 16-17) y “Por tanto, id y haced
discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo
y del Espíritu Santo” (28, 19). Queda así expuesta la idea universal de una
iniciación, en forma de segundo nacimiento, por la que se recibe la gracia
divina -a modo de teogenesia-, a resultas de la iluminación que otorga el acto
teúrgico específico del Bautismo, una vez el agua vertida sobre el bautizado ha
sido previamente divinizada gracias a la invocación sacerdotal.
Si bien, la antigua disciplina cristiana comprometía al neófito al examen
llamado “escrutinio”, mediante una instrucción previa de tres grados, en la
actualidad se ha simplificado simbólicamente al hecho de renacer
purificados como hijos de Dios, mediante dicho rito eclesiástico.
Ya en el año 215 dC. Hipólito indicaba: “Primero se debe bautizar a los
pequeños. Todos los que pueden hablar por sí mismos deben hablar.; pero por los
que no pueden hablar, sus padres o algún otro miembro de su familia debe
hacerlo”.
Así lo hice personalmente con mi amado hijo Rafael Félix, el pasado domingo.
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