domingo, 29 de septiembre de 2013


Ibn al-Arabi es autor de numerosas obras, entre las que destacan “las Revelaciones de la Meca”, “la Sabiduría de los profetas” o “los Engarces de la Sabiduría”, siendo a la edad de treinta y siete años, y en medio de una visión junto a la Kaaba, cuando le fue confirmada su condición de Maestro del sufismo.

El Islam es la religión de la sumisión; musulmán es quien se entrega a Dios e Ibn Arabi es considerado el heredero y cultivador del Islam, por excelencia.

La esencia de su doctrina es “la Unidad del Ser, cual realidad que se escinde entre sujeto y objeto”, aunando amor y sabiduría. Cuando mencionamos dicha “Unidad del Ser”, Ibn Arabi se refiere a la “no-dualidad”; es decir, la no manifestación absoluta. Y cuando menciona la “realidad escindida”, primero se refiere a la no manifestación relativa y  después  a la manifestación del cosmos. 

Sirviéndose del Hadit  del Profeta Mahoma que reza: “Yo era un tesoro que quería ser conocido; y, por eso, creé el mundo”, Ibn Arabi nos indica que Dios ama y, a la vez, desea nuestro Conocimiento. Y, como referentes de su doctrina de la Unidad, así nos sumerge en un contexto amoroso y de imaginación creadora, donde ésta es el nexo de unión entre Creador y criatura, a través de su “Espiración” o hálito divino (el Verbo de la tradición cristiana). El aliento del Todo Misericordioso encauza el Espíritu divino sobre nuestra contingencia existencial. Este nexo de unión es el Espíritu (ar-Rûh), mensajero o guía del saber divino, puesto que es importante el conocimiento de la Ciencia de las Letras para comprender, por ejemplo, lo que se halla oculto en el texto coránico. El discernimiento  de la forma o el sonido de la letra son igualmente imprescindibles para dicho saber. Las letras, palabras y nombres constituyen el Verbo divino. Y para conocer el Aliento divino, se necesita conocer el Cosmos (“quién se conoce a sí mismo, conoce a su Señor”-quién se manifiesta en él-).

Y es que todo está contenido en el Aliento, cual luz que mora en la oscuridad que precede al alba. Ibn Arabí considera “la Nube” como el conjunto de nombres y posibles –que se pueden manifestar-, constituyendo la materia prima que permite la exteriorización de lo que se halla oculto. E, igualmente, nos indica que las dualidades “interior, exterior”, “manifiesto, no manifestado” están contenidas en dicha nube; es el Barzaj que separa el ser del no ser y, a la vez, es ambas cosas.

La Luz es la manifestación de Dios: “Alá es la Luz de los cielos y de la tierra. Su Luz es comparable a una hornacina en la que hay un pabilo encendido. El pabilo está en un recipiente de vidrio, que es como si fuera una estrella fulgurante. Se enciende de un árbol bendito, un olivo, que no es del Oriente ni del Occidente, y cuyo aceite casi alumbra aún sin haber sido tocado por el fuego. Luz sobre Luz! Allah dirige a Su Luz a quien Él quiere. Allah propone parábolas a los hombres. Allah es omnisciente”. Sura 24, 35. El árbol bendito aquí mencionado simboliza al Hombre Universal que, no siendo ni oriental ni occidental, queda ubicado en el centro del mundo. Así, el óleo simboliza el fuego interior que porta en sí, y cuando se enciende, trasciende la potencia y sobreviene acto. 

Ayuno, vigilia, silencio y soledad se hacen también imprescindibles en la tarea de la extinción de la extinción. Y es que, toda persona espiritual debe propiciar su propia guerra santa. “Si quieres llegar hasta Mí, ¡He ahí el alma! Desconfía de ella y trátala como enemiga”(Ibn 'Ata Allah). Es decir, la lucha entre el Espíritu supra formal y el alma impura, es básica para el establecimiento de una paz en el centro del corazón, estando en lo sucesivo así el alma iluminada por el Espíritu.

El esoterismo musulmán nos hace saber que la Unidad divina es indivisible; no obstante, se presenta en múltiples aspectos, siendo entonces asumida como “Unicidad”.  La unidad puede ser simbolizada por el número uno y la unicidad, por el resto – a su vez, basados en la unidad-. Aquello que constituye la invariabilidad de la naturaleza de las cosas, la entendemos como esencia.

La esencia divina es la verdadera esencia de todas las cosas. Según el sufismo, los nombres divinos son las esencias contenidas en la esencia divina. La distinción entre el Ser y las esencias inmutables puede ser contemplada bajo la manifestación integradora del Ser mediante estas. “Dios es el espejo en que te ves, a la vez que tú eres el espejo en que Él contempla sus nombres”. Las esencias inmutables (al-'ayn ath-thâbitah) son la verdadera esencia de todas cosas (“Invocadme y os recordaré”, Co 2, 147). Mediante la invocación de las Esencias inmutables y en relación a los Nombres divinos, nos identificamos con el Verbo, Arquetipo de arquetipos. Y dicha rememoración ha de ser continua pues, de lo contrario, no dejaremos de alejarnos del estado de pureza interior necesario para ser dignos del Don de Sus mensajes. Así, el corazón libre de toda pasión, dejándose llevar por un justo proceder, podrá asumir la luz cegadora del conocimiento divino de uno mismo.

"Mi corazón se ha hecho capaz de adoptar todas las formas. Es prado para las gacelas y convento de monjes cristianos. Y templo para el idólatra y la Kaaba del peregrino. Y las tablas de la Ley y el sagrado libro del Corán. No le pongáis nombre a mi religión, pues es el amor cualquiera que fuesen las sendas que hollasen mis pies" (Ibn Arabi).

L a caligrafía arábiga tuvo su origen como comunicación entre los hombres y Dios; y Dios quiso comunicarse con sus fieles escogiendo a un ho...