La muerte es
una disolución de nuestra persona, personalidad, identidad, tanto física como anímicamente.
No obstante, restos psíquicos podrían pasar a otros seres vivos. Pero la
reencarnación, como tan de moda parece estar, no debería entenderse
literalmente como una nueva vivencia sujeta al mismo plano existencial, sino
como un nuevo plano de consciencia durante esta misma vida.
El hombre, por
desgracia, deviene inconsciente del tesoro escondido en su interior, valorando únicamente la materialidad que le rodea, hallándose así preso de su propia
ignorancia o falta de sabiduría. Y es que, siendo el estado individual y
egótico de carácter temporal, con la muerte se finiquita nuestro soporte
contingente vehicular de vida (comúnmente llamado yo o mío). Pero dicho estado
individual-temporal puede poseer otras modalidades fuera de la dimensión
corporal. La transmigración del alma debe ser entonces considerada vertical, cual
proceso alquímico, a otros estados del Ser Universal, cual despertar ante la
ilusión de nuestro mundo material que, dependiendo del grado alcanzado de nuestra
desidentificación en vida, así será nuestro devenir tras la muerte. Por ello, de
serlo con nuestro espíritu, sobrevivirían nuestra virtudes intelectuales; mas nunca
nuestra personalidad egótica.
Debemos entonces morir a nuestro yo y renacer a una realidad básicamente de tipo espiritual (un "Yo", con mayúsculas). Sólo el espíritu vuelve a su fuente.¿Pero cómo? Sin deseo ni temor. Como dijo el Maestro Eckhart, “el alma debe abandonar su existencia”.
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