lunes, 1 de junio de 2020


"No me queda sino callar. O, como es de sano, cuán delicioso es habitar en el desierto para estar en silencio y hablar con Él, con lo dulce que es Dios! De aquí a poco me reuniré con mi Principio y ya no creo que sea el Dios de la Gloria, de quien hablaron los abades de mi Orden, o de Alegría, como creyeron los primeros miembros de la Orden de San Francisco de aquel tiempo, incluso ni siquiera el Dios de la piedad. Dios es tan inconmensurable que nada puede definirlo ni aquí ni ahora. Me deslizaré deprisa en este vastísimo desierto, perfectamente plano e inconmensurable, en que el corazón verdaderamente piadoso sucumba lleno de bienaventuranza. Me hundiré en la Tiniebla divina, en un silencio mudo y en una unión inefable y, en este hundimiento se perderá toda igualdad y toda desigualdad, y en aquel abismo mi Espíritu se perderá a sí mismo, y no conocerá otro igual o desigual; y serán olvidadas todas las diferencias, seré el simple fundamento, en el desierto silencioso en que nunca se aprecia la diversidad, en la intimidad en que nadie se encuentra en su sitio. Caeré en la divinidad silenciosa e inhabitada en que no hay obra ni imagen. Hace frió en el “Scriptorium”, me hace daño el pulgar. Dejo este escrito, no sé realmente para quién, no sé realmente sobre qué; Sigue siendo su nombre la Antigua Rosa mientras los nombres son desnudos"(El nombre de la Rosa, Umberto Eco).

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