domingo, 21 de abril de 2013



El Ángel, guía y mensajero.

El Ángel es una manifestación divina, pudiéndose mostrar como guía o mensajero; mas nuestra naturaleza caída nos impide apreciarla. Aunque hubo una Edad de Oro en que el hombre dominó el “lenguaje de los pájaros” sin necesidad de mediación alguna, poseyendo el sentido de la eternidad, en este mundo “caído” actual su intervención se precisa más que nunca.
Dios se comunicaba directamente con Adán en el Paraíso y sus querubines sólo se mostraron posteriormente a la salida del mismo; desde entonces, el dialogo entre Dios y el hombre tiene al Espíritu Santo como intermediario. Esta primera mención angelical se contrapone con la última habida en el Apocalipsis, en que indica a San Juan no guardar en secreto su profecía.  
Desde entonces, ha sido en contadas ocasiones en que el Ángel del Señor legitimó su presencia necesaria, como en el caso de los profetas o la Virgen María, por ejemplo. Aunque tomado dicho testimonio en diferentes religiones, en la actual sociedad contemporánea se muestra obsoleto, como si ya sólo formara parte de un exclusivo pensamiento esotérico. Nada más lejos de la realidad, cuando la función del Ángel se hace ahora imprescindible.
Pero, ¿cómo lograr que el Ángel se dé a conocer? Sencillamente, observando las Sagradas Enseñanzas que a lo largo de la historia hemos ido recibiendo (“Jesús les dijo: dejad que los niños se acerquen a mí. No lo impidáis, pues el Reino de Dios es de los que son como ellos” Lucas 18,6). De lo contrario, nuestra naturaleza caída sólo posee un gran efecto disuasorio.
Así pues, estando en desgracia, lo primero que debemos hacer es reconocerlo; caer en la cuenta de lo “prescindibles” que son muchas de las cosas que nos rodean y aíslan de nuestra verdadera esencia. El egoísmo que subyace en el actual materialismo, nos impide dar ese primer paso, tan importante para obtener el don divino que el Ángel nos ofrece.
Una vez reconocida nuestra disoluta cotidianidad, se hacen necesarias la humildad y la plegaria para atraer la Gracia divina (como sucediera en Pentecostés, a modo de desagravio ante la confusión de las lenguas, cual definitiva ruptura entre el Cielo y la Tierra). Comulgar con Dios va más allá de hacerlo en misa cada domingo, pues todas las oraciones, ayunos, vigilias y penitencias no darán ningún fruto mientras no se confíe en Dios ni en uno mismo, antes de realizarse cualquier acción pudiéndola concebir como propia (ya el Maestro Eckhart consideró que el fruto de toda acción era pequeño, si procedía del apego de la misma acción).
Por último, no cabe más que buscar la pureza en nuestra alma, siendo conscientes de que la misma no es otra que la propia esencia divina, común en todos nosotros. Así, los profetas caminaron cerca de los ángeles, prestos a revelar sus mensajes, de manera que diesen a conocer la voluntad divina. No debemos aspirar a menos, puesto que con nuestra llegada a este mundo terrenal, la deidad ya quedó impresa en nuestra alma; deidad a la que nos debemos en cuerpo y alma.
El principal referente del que disponemos seguramente es el de la iniciación mariana, que tuvo en la aparición de Gabriel ante la Virgen María, la premisa que condiciona a toda persona a “vaciarse” de su propia voluntad (“He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu Palabra”, Lucas 1, 38). Dicha iniciación es aquella que compete a un maestro interior (como define a los “solitarios” o afrad sufíes), más allá de toda palabra oral (un maestro exterior) o escrita.
Todo esto que hemos olvidado, que es la Palabra de Dios o Verbo divino, no sólo las Sagradas Escrituras nos exhortan a rememorar, sino todos los mitos, leyendas, historias y relatos en diferentes épocas y lugares (Thot, Poimandrés, Hermes, Khidr, los Devas, etc…). Más allá de las estrellas, aquí nos aguarda nuestro Ángel instándonos a recordar la dignidad de ser hijos de Dios.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

L a caligrafía arábiga tuvo su origen como comunicación entre los hombres y Dios; y Dios quiso comunicarse con sus fieles escogiendo a un ho...