sábado, 4 de abril de 2015



El simbolismo del escenario de iniciación propio de los primeros tiempos, configuró al laberinto como contexto idóneo con el que dar paso a las otrora cuevas, espacios ambos en los que el neófito había de penetrar y, en su tránsito, ser transportado desde un espacio profano a otro de carácter sacro. Pero ello, se hacía precisamente con la sana intención de trascender toda diatriba existencial ante un universo repleto de fronteras, cuando la realidad es todo lo contrario. Por ello, el adepto precisaba de dicha sacralidad manifiesta, con la que poder discernir toda dualidad.

En Oriente, el Dharma o el Tao aún nos describen la realidad como no-dual, otorgando en su justa medida la importancia que se debe a las aparentes ilusiones diarias. El Budismo, por ejemplo, sostiene que la realidad no alberga pensamientos u objetos y es, simplemente, nuestra mente quien las fabrica. No ha de buscarse entonces nuestra propia individualidad, creando conflictos innecesarios, sinó escrutar la esencia común que configura la unidad de todas las cosas.

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