El
simbolismo del escenario de iniciación propio de los primeros tiempos, configuró
al laberinto como contexto idóneo con el que dar paso a las otrora cuevas, espacios
ambos en los que el neófito había de penetrar y, en su tránsito, ser transportado
desde un espacio profano a otro de carácter sacro. Pero ello, se hacía precisamente
con la sana intención de trascender toda diatriba existencial ante un universo repleto
de fronteras, cuando la realidad es todo lo contrario. Por ello, el adepto precisaba de
dicha sacralidad manifiesta, con la que poder discernir toda dualidad.
En
Oriente, el Dharma o el Tao aún nos describen la realidad como no-dual,
otorgando en su justa medida la importancia que se debe a las aparentes ilusiones
diarias. El Budismo, por ejemplo, sostiene que la realidad no alberga
pensamientos u objetos y es, simplemente, nuestra mente quien las fabrica. No ha de buscarse entonces nuestra propia individualidad, creando conflictos innecesarios, sinó escrutar la esencia común que configura la unidad de todas las cosas.
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