"En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, produce mucho fruto. El que ama su vida la pierde; y el que aborrece su vida en este mundo, la conservará para vida eterna" (Juan 12, 24-25).
Ya desde los tiempos de Adán y
Eva, la humanidad hizo continuamente sacrificios a Dios, siendo en última
instancia la vida de Jesucristo el mayor ejemplo, adviertiéndonos que “si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz cada
día” (Lucas 9,23).
Y en Romanos 12,2 dice San
Pablo:“no os adaptéis a este mundo, sino transformaos por medio de la
renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál es la buena la
voluntad de Dios”.
En cualquier caso, no se trataría
de un sacrificio doloroso, sino una entrega altruista apoyada en una fe que no sería en este mundo
transitorio.
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