domingo, 31 de enero de 2021

 



Abraham es el patriarca de Israel por haber concertado una alianza con Dios, cuyo nombre "Ab-raham" significa "el Padre es ensalzado", y donde Dios Padre así lo es por Abraham y sus hijos, los israelitas. El Nuevo Testamento nos indica, no obstante, que la descendencia relevante es básicamente de carácter espiritual, tal como predicara San Juan el Bautista: "No penséis que debáis decir entre vosotros: tenemos a Abraham por padre. Yo os digo: ¡Dios puede de esas piedras suscitar hijos a Abraham! (Mateo 3,9).

Su numerología es particularmente explícita en los 75 años de emigración, los 100 de su paternidad y los 175 que vivió.

Según el Corán, Abraham fue elegido por el arcángel San Gabriel y perseguido por el rey Nemrod, quien intentó matarlo al contemplar una estrella en sueños e interpretarse como el nacimiento de un niño que infundiría temor a su reinado; por ello, ordenó degollar a todo recién nacido y Adna, madre de Abraham, decidió entonces esconderlo en una cueva. A ella se dirigía todos los días, encontrándolo chupándose los pulgares de los que manaba agua, zumo de dátiles y leche cuajada, que durante quince años le envió Alah.

Abraham se encontró posteriormente con Melquisedec, rey de Justicia, rey de Paz, rey de Salem o Metratón de la Cábala, quien asumió su particular encuentro sintomático con el sacerdote del Dios altísimo, ofreciéndole el diezmo de todo lo que poseía, tras haber recibido su presentación y bendición del pan y el vino.

A colación de esta reunión, rememoramos a René Guénon y la figura del rey de mundo, que aquí sería Melquisedec que a expensas de dar debido reconocimiento a una religión que asumiera la pauta de la tradición primordial, se sirve del ritual del pan y el vino, como también hiciera Jesús en la Santa Cena. De hecho, Mateo retrotrae la genealogía de Jesús hasta Abraham (Mateo 1,1).

Existe una expresión que menciona a Abraham, seno de Abraham, como símbolo de aquel hombre confiado de Dios.

La alianza entre Dios y Abraham queda especificada en la circuncisión, simbolizándose la reconciliación entre Dios y su pueblo. El sexo del hombre, a expensas de dicho pacto, queda así relacionado con la manifestación de la Palabra perdida que, escindida en nuestro propio seno, una vez recuperada permitiría formalizar dicha alianza.

Y es que, al igual que en otras tradiciones religiosas, el sexo y la palabra han estado curiosamente relacionadas (en el hinduismo, por ejemplo, el primero y antepenúltimo chakras, que son los del sexo y el verbo, se hallan relacionados). Y es que ambos, tanto el Verbo como el sexo, son creadores de vida.

En numerosos misterios grecolatinos, como en los cultos de Atis y Cibeles, los sacerdotes previamente emasculados y vestidos de mujer, bebían la sangre del toro sacrificado sobre el taurobolio. Con dicho sacrificio se deseaba hacer algo sagrado de la muerte material, aspirando a una nueva vida espiritual.

La circuncisión en tiempos en que la asumió como propia el pueblo de Israel, cual emasculación simbólica de una muerte material y costumbre ya arraigada en muchas culturas, deviene desde entonces rito simbólico necesario para toda persona que ansíe un estado más elevado de su alma.

Dios también le exigió sacrificar a su hijo Isaac. Y aquí, el simbolismo vuelve a incidir recurrente hacia el alto valor del sacrificio intrínseco bien orientado. En toda la ribera mediterránea, todavía en aquella época, los primogénitos acostumbraban a ser sacrificados con el fin de congratularse con el dios de turno. No obstante, yendo aquí Abraham más allá de la tradición de dicha época e impelido por su enorme fe, halla conmutada la pena hacia su vástago, con lo cual quedaría inaugurado el sacrificio por la fe. No obstante, y según el cristianismo, se hace siempre preciso recordar que Dios mismo sacrificó a su hijo por la humanidad. 

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