Abel fue nómada por excelencia, prefiriendo el pastoreo a la agricultura. Sus ofrendas entronizaban con el beneplácito
divino, representándose éstas por una columna vertical del humo sacrificial.
Por eso, su figura está relacionada con la del Cristo, Cordero de Dios. Abel es
sacrificado por la falta de su hermano, como Cristo también lo fue por nuestro
pecado. El dualismo cosmogónico o existencial de la condición del universo se
nos muestra, ya sin ambages, en el primer Libro del Pentateuco: “Yo no puedo
soportar un castigo tan grande. Hoy me has echado fuera de esta tierra, y
tendré que vagar por el mundo lejos de tu presencia, sin poder descansar jamás.
Y así, cualquiera que me encuentre me matará. Pero el Señor le contestó: Pues
si alguien te mata, será castigado siete veces” (Génesis 1, 13-15). Así, Yahvé
permite que el mal se imponga al bien, como condición previa al sacrificio que
permite tomar conciencia de su falta al pecador. “La muerte nunca es una
calamidad. La calamidad es para el asesino” (Sri Nisargadatta Maharaj).
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