sábado, 7 de mayo de 2022

 


De regreso a la capital de la Antigua Castilla, tras media vida en la Ciudad Condal, transité nuevamente entre su Catedral, sus murallas medievales o sus iglesias y monasterios, y casualmente descubriendo un fascinante lugar donde encontré bellas copias de antiguos manuscritos, entre los que destacaba un original y misterioso códice de 600 años, llamado el Manuscrito Voynich. Atendido por el amable delegado de la editorial encargada de su impresión y posterior difusión, tuve la oportunidad de recrear mentalmente una secuencia parecida a la de Guillermo de Baskerville en la novela “el Nombre de la Rosa” (curiosamente, de la mano del hermano benedictino Jorge de Burgos). Y entre aquellos libros elaborados tan esmerada y cuidadosamente, con sus trabajadas miniaturas, páginas y encuadernaciones, rememoré finalmente un famoso libro también medieval, con el que posteriormente se reveló enigmática también la vida de su propietario en el Paris del S. XIV, Nicolás Flamel. Si ya en vida fue famoso por las donaciones que hizo a su vecindario más humilde, la leyenda de que su riqueza pudiera haber tenido su origen mediante el arte de la Alquimia, dicha creencia fue extendiéndose más allá en los siglos venideros, tras adjudicársele la autoría de una serie de tratados alquímicos, siendo el más famoso el Libro de Abraham, el judío o de las Figuras Jeroglíficas (Le Livre des figures hiéroglyphiques). 

Yo, Nicolás Flamel, escritor, después de la muerte de mis padres ganaba mi vida en nuestro Arte de la Escritura, haciendo inventarios, llevando cuentas y anotando los gastos de tutores y menores, cuando cayó en mis manos, por la suma de dos florines, un libro dorado muy viejo y muy ancho; no era de papel ni de pergamino, como los otros, sino que estaba hecho como de cortezas (me pareció a mí) de tiernos arbolillos. Su cubierta era de cobre bien pulido , toda grabada en caracteres y figuras extrañas ; en cuanto a mí , creo que bien podrían ser caracteres griegos  o de otra lengua antigua parecida. Contenía tres veces siete cuadernillos, de los cuales el séptimo estaba sin escritura; en lugar de la cual aparecía una verga pintada y unas serpientes enroscadas a ella; en el segundo séptimo, una cruz en la que se veía una serpiente crucificada; en el último séptimo, estaban pintados unos frutos, entre los cuales había bellas fuentes de las que salían serpientes que corrían de acá para allá .En el primero de los cuadernillos estaba escrito en gruesas letras capitales  y doradas "Abraham, el Judío, príncipe , sacerdote levita, astrólogo y filósofo, a las gentes judías , por la ira de Dios, dispersas en las Galias , dedico este libro". Después de esto habrá escritas unas grandes execraciones y maldiciones  contra toda persona que pusiera los ojos sobre él si no era sacrificador o escriba".

De entrada, vemos aquí expuesta la conjunción cabalo-hermética-alquímica, en las escuetas referencias hechas. Las tres obras se rigen por siete sublimaciones (la blanca, la roja y las posteriores multiplicaciones, quedando excluida la negra, al no ser siete sus partes). Siete por tres son veintiuno que, curiosamente, es el número de Arcanos del Tarot y, también la suma de un dado, cuya forma cúbica se hace preciado eco de aquella piedra cúbica perfecta de la Masonería, en referencia al Centro de este mundo y al Hombre verdadero ligado a los Misterios menores. "Tres tablas llevaron el Grial, una tabla redonda, una tabla cuadrada y una tabla rectangular. Las tres tienen la misma superficie y su Número es el 21", releo en 'El Enigma de la Catedral de Chartres'. 

El siete se correspondería igualmente con el Hombre Universal, relacionado con los Misterios mayores, representación geométrica del septenario siendo el cuadrado la base de un triángulo, en cuanto éste es la suma del ternario y él cuaternario: 3+4=7 (aquí formado por la unión de un ternario superior y un cuaternario inferior), lo cual rememora el simbolismo pitagórico de la Tetraktys.

Que las tapas del libro en cuestión fueran de corteza, puede recordar al Quercus coccifera (roble kermes) que, además de ser un árbol, en Alquímia es el Kermés mineral, un oxisulfuro de antinomio moniclínico, también denominado el Mercurio de los Filósofos. Y cabría recordar que Mercurio es Hermes, apodado Trimegisto. En lenguaje alquímico, su arte rige los tres reinos que se corresponderían con el azufre, el mercurio y la sal; las tres partes contenidas en la piedra, llamada Mercurio de los Filósofos. Y es que Hermes Trimegisto se refiere alquímicamente a la substancia de la Obra o “primera materia”.

En nuestras manos recae el deber de la regeneración de este mundo caído, a fin de buscar entre la oscuridad propia, aquel resto de luz que pueda regenerarlo. Y Hermes es el dios de la Palabra, siendo el neoplatonismo alejandrino, quien le agregó a la palabra el don de la revelación, haciendo de Hermes una deidad reveladora de la palabra y, por ende como Thot, inventor de la escritura. Y finalmente llegamos a la “letra”, en griego “grama” que significa “carácter grabado” (“la letra mata, más el espíritu vivifica”, Epístola 2ª S.Pablo a Corintios 3,6). Debemos prestarnos entonces, en ese deber de reunificación del Cielo y la Tierra, a conjuntar, a religar Letra y Espíritu.

Visionar una obra de arte, repleta de simbolismos y alegorías, como las que recientemente encontré entre facsímiles de antiguos tratados alquímicos, espagíricos o Libros de Horas, siempre es un placer análogo a aquel de encontrar un oasis en medio del desierto.

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