jueves, 23 de junio de 2022

 


Jámblico, de acuerdo con las ancestrales doctrinas de los asirios, quiso transmitir la verdad, de acuerdo con las antiguas estelas de Hermes, utilizadas antes por Platón y Pitágoras, a través de los cuales alcanzar la esencia de los seres; y, entre otras cosas, aseveró:


“Con nuestra esencia coexiste el innato conocimiento de los dioses, superior a toda opción o crítica, y anterior a la razón o la demostración, unido desde el principio a su causa propia, coexistiendo con la tendencia innata de nuestra alma hacia el bien (en acto siempre a la manera del Uno). Tenemos conocimiento de lo que somos en el conocimiento de los dioses. Mismo argumento respecto al corte jo de los dioses: démones, héroes y almas puras. Respecto a ellos, también, sólo cabe descartar la inclinación de los opuestos en que se basa la razón, conviniendo más bien a la potencialidad y a la oposición del devenir. En ninguno de ellos se da oposición de acción o pasión, siendo sus actividades sin relación con lo opuesto.Y el alma debe unirse a ellos, contemplando la unidad absoluta en la división de la multiplicidad, la posibilidad de darse y recibir a partir de otros, en un movimiento primordial y vivificante, con todo lo que existe y deviene. Los géneros intermedios otorgan la continuidad indivisible de los extremos. El género de los dioses es el más elevado y el del alma es el último o menos perfecto. Uno, inmovil, genera y gobierna todo, mientras el otro tiene la tendencia de volverse hacia lo generado o gobernado. El alma será definida por el límite divino, participando de él parcialmente, en virtud de la potencia y soberanía de su causalidad. Ciertamente, en cuanto a los seres particulares como entendemos al alma individual, es preciso reconocer cual era la vida que el alma ha elegido antes incluso de encarnarse en un cuerpo humano. Nosotros, los sacerdotes, sabemos que los seres superiores en el mundo, contienen todo en sí mismos, mientras que las cosas de la tierra, que tienen su existencia en la totalidad de los dioses, cuando llegan a ser aptas para la participación divina, al punto poseen en sí los dioses preexistentes a su propia esencia.

La luz de los dioses brilla a través de todos los seres, que son capaces de participar de ella. Los dioses están libres de oposición, y en todos ellos queda establecida la impasibilidad y la inmutabilidad. Sabemos que la pasión es desordenada, imperfecta e inestable y conlleva esclavitud. Se une íntimamente los seres superiores a nosotros, en una relación de calidad, porque se dirige puro a los puros y exento de pasiones a los exentos de pasiones. La erección de imágenes fálicas es un símbolo de energía generadora y consideramos que ella está llamada a fecundar al mundo, razón por la que la mayoría son consagradas en primavera, cuando el mundo recibe de los dioses la generación de la creación. Los seres carentes de orden mutan su deseo en sentido contrario. Las fuerzas de las pasiones que hay en nosotros, si son aprisionadas, se hacen más violentas; por el contrario, ejercitadas breve y adecuadamente, tienen un gozo mesurado y son así, sin violencia, purificadas. Por esta razón, cuando vemos en comedias o tragedias recreadas las pasiones ajenas, las moderamos y purificamos, en los ritos sagrados, por ejemplo con la contemplación y audición de obscenidades. Los dioses son buenos eternamente y sólo hacen el bien, no causando el mal nunca. Nosotros, si somos buenos, por semejanza con los dioses, entramos en comunión con ellos, alejándonos al contrario. Si vivimos de acuerdo con la virtud, nos unimos a ellos, y si siendo malos nos enemistaremos con ellos; y no porque se irriten, sino porque nuestra maldad impedirá su iluminación, ligándonos con démones castigadores.

Lo que hay de divino en nosotros, despierta manifiestamente en los actos de plegaria y, una vez despierto, anhela ante todo lo semejante y se une a la perfección en sí. Olvidamos la superioridad de las causas primeras en conocer y contener en sí todo lo sujeto a ellas pues, en su unidad, resulta que contienen las realizaciones de los bienes demandados por los hombres. Por el hecho de ser inferiores a los dioses, se presta suplicarles hasta la saciedad. Por las súplicas nos elevamos hasta el ser al que suplicamos, adquirimos la semejanza con él a partir del trato continuo, adquiriendo perfección divina paulatinamente.

Los démones son invisibles, poseyendo una forma parcial de esencia y poder divinos, estando a servicio de los dioses, acogiendo con celo sus órdenes, asumiendo personalmente lo que los dioses piensan, quieren y ordenan. Fueron enviados aquí por el Demiurgo y padre de todo, expresándose a través de símbolos misteriosos. Los hombres se precipitan por entero hacia sus propias pasiones, conjeturando lo divino. En cambio, preciso sería en relación a los dioses, prosternaciones, adoraciones, dones, pregarias, etc...

A los démones hay que adjudicarles poderes fecundantes, que presiden la naturaleza y ligazón de las almas con los cuerpos, pudiendo ascender al rango superior angélico merced a la buena voluntad de los dioses. Cuando no se queda en los límites del alma, alcanza un alma angélica y una vida inmaculada, pudiendo aparecerse en concordancia con su esencias y actividades. Las apariciones de los ángeles son más simples que las de los démones, pero inferiores a las de los dioses; la de los arcángeles están más cerca a las causas divinas. Las apariciones de los arcontes, que administran elementos sublunares, son más imperfectas que aquellas, causando espanto. De parecida manera, la de los démones son terribles. Las apariciones de los arcángeles tienen un carácter activo en el ámbito del orden y la tranquilidad -como los ángeles-, mientras que las de los démones acompañan confusión y desorden.

Los seres divinos irradian una belleza inmensa, que deja admirado a quienes los ven, con un brillo inefable proporcionado.

Los ángeles liberan de las ataduras de la materia, los démones arrastran hacia la naturaleza, los arcontes dan el dominio de lo material, las almas arrastran hacia la generación, que están llenas de contaminaciones supérfluas y pneumas extraños. La presencia de los ángeles otorga separadamente bienes particulares. La presencia de los démones entorpece al cuerpo y lo castiga con enfermedades, arrastra al alma hacia la naturaleza, auspiciando la fatalidad. La contemplación de las almas puras pertenecientes al mundo angélico, hace ascender el alma y la salva en sagrada esperanza.

Los dioses tienen dioses y ángeles a su alrededor, manifestando los ángeles, a la vez, las obras propias del orden que ostentan; los buenos démones ofrecen para contemplación sus obras y los bienes que otorgan, los démones vengadores muestran las especies de castigos rodeados de bestias dañinas.

El ángel instruye al hombre sobre su esencia.

Los fantasmas simulan ser espíritus, cuando no lo son, participando de la mentira y el engaño, en aguas o espejos. En modo alguno, la divinidad se transforma en fantasmas.

El cumplimiento de las acciones inefables y realizadas de manera digna para los dioses por encima de toda intelección, así como el poder de los símbolos silenciosos, comprensibles sólo por los dioses, infunden la unión teúrgica. De ahí que las causas divinas no sean incitadas por nuestros pensamientos, sino hay una previa pureza del alma y las mejores disposiciones del alma.

La mántica no tiene su origen en los cuerpos ni en las pasiones corpóreas, ni en una naturaleza ni en poderes naturales, ni en la condición humana ni en hábitos concernientes a ella. Su autoridad se remonta a los dioses y es un don divino. Por otra parte, hay sueños enviados por los dioses, pudiéndose oír una voz que nos guía respecto a lo que tenemos que hacer. A veces un pneuma incorpóreo nos rodea, de forma que no es posible verlo, pero sí tener la sensación y conciencia de la presencia que, a su entrada, producirá un silbido, pero la vista no se asemejará a ningún sueño, sino a una opresión semejante a un entumecimiento, estado intermedio entre el sueño y la vigilia, vigilia apenas comenzada o completa, siendo apropiado para recibir a los dioses, precediendo tales fenómenos a la aparición divina. El alma tiene una doble vida, en función de que estemos o no durmiendo. Es durmiendo cuando, según nuestra naturaleza intelectual o divina, se despierta en nosotros y actúa según naturaleza. Será entonces cuando reciba los cimientos de los principios de los sueños divinos y, en consecuencia, de los que procede la verdadera adivinación. Así, en el Santuario de Asclepio cesan las enfermedades merced a los sueños divinos, gracias al orden de las apariciones nocturnas.

También hay quienes están correctamente poseídos por los dioses, pues han subordinado toda su vida a ser vehículo o instrumento de los dioses que les inspiran, cambiando su propia vida conforme a la divinidad, no actuando según los sentidos, no estando despiertos ni aprehendiendo ellos el futuro, sino sin conciencia de sí mismos o de su propia inteligencia hacia sí mismos. Por ejemplo, muchos no se queman con la proximidad del fuego, no reaccionan porque no viven en ese momento una vida animal, aunque atraviesen asadores; no se dan cuenta tampoco cuando a estos les golpean con hachas sus espaldas o les cortan los brazos con puñales, al no tener conciencia alguna. Sus acciones no son en modo alguno humanas, pues lo inaccesible se hace accesible a instancias de la teoforía (como la sacerdotisa de Castabala -que entre el 500 y 1000 aC. en el Templo de Diana Parasia de la Capadocia, se ganó la reputación de sacerdotisa- caminando en hierro ardiente, al igual que los hirpios del pueblo etrusco sobre las llamas del Monte Soracte, para demostrar así su condición sagrada y recibir ciertos privilegios del Senado romado).

Los signos de la posesión divina son multiformes, tales como ciertos movimientos del cuerpo, danzas corales, voces armónicas o ser visto levantarse el cuerpo o ser transportado en alto en el aire; en la voz puede variar la altura del tono, o los intervalos intermedios de silencio, aumentando o disminuyendo la intensidad del sonido. A veces, el teúrgo ve el pneuma que asciende y penetra en el médium, al que pasa a gobernar. El médium también lo ve bajo forma de fuego antes de recibirlo, incluso puede ser visible para los espectadores, sea al llegar o marchar la divinidad. Por contra, quien atrae oscuramente a los espíritus, andan entre tinieblas y no saben nada de lo que hacen.

El Oráculo de Colofón profetiza por medio del agua. Una fuente situada en el habitáculo subterráneo es utilizada por la profetisa para beber en unas noches determinadas, tras realizar unas ceremonias sagradas, profetizando sin ser ya visible a los presentes. Lo divino, iluminando la fuente, la llena por sí de su poder profético; sin embargo, la inspiración que el agua procura no es toda de dios, puesto que la sacerdotisa provoca la purificación y aptitud del pneuma luminoso que hay en nosotros, por las que somos capaces de recibir al dios. Otra es la presencia del dios, anterior a ésta, y resplandeciente desde lo alto; ella no se mantiene a distancia de ninguno de aquellos que, por su afinidad, tienen contacto con ella, sino que asiste de inmediato y se sirve como de un instrumento del profeta, el cual no es dueño de sí ni consciente de lo que dice, ya que a duras penas entra en posesión de sí tras la profecía. Y, antes de beber, ayuna una noche y un día entero, retirándose a santuarios inaccesibles a la multitud al inicio de la posesión por el dios y, mediante el alejamiento y separación de los asuntos humanos, se vuelve inmaculada para recibir al dios, proporcionándole una presencia sin obstáculos.

La profetisa de Delfos, gracias a un pneuma sutil e ígneo, que sale por la abertura, se ofrece ella al espíritu divino, siendo iluminada por el rayo del fuego divino. Y cuando el fuego, que asciende denso y abundante de la abertura, la envuelve por partes, ella es colmada por él de luz divina; cuando ella está instalada en la sede del dios, ella entra en armonía con el estable poder mántico del dios; a consecuencia de estas dos predisposciones, ella llega a ser toda entera del dios. Entonces, el dios se le hace presente, iluminándola separadamente, siendo distinto del fuego, del pneuma, del conjunto del lugar.

Y la sacerdotisa de los Bránquidas, sea que se llene de luz divina con una vara que originariamente fue transmitida por un dios, sea que prediga el futuro sentada en un eje, sea que reciba al dios mojando con agua sus pies o la orla del vestido o aspirando vapores de agua, a partir de todos estos preparativos, convertida en apta para la recepción desde el exterior, participa del dios. Lo evidencia también la multitud de sacrificios, el rito de toda la ceremonia y todo cuanto se realiza de forma conveniente al dios antes del oráculo: los baños de la profetisa, el ayuno de tres días enteros, su estancia en las partes más sagradas del Templo, cuando ella es poseída ya por la luz y goza largo tiempo, pues todo esto demuestra el llamamiento al dios como para que se presente y su llegada desde el exterior, una inspiración admirable antes incluso de su llegada al lugar acostumbrado; y, en el pneuma mismo que sale de la fuente, ello revela otro dios más venerable, separado del lugar, la causa tanto del lugar como de la fuente y de la mántica toda.

La adivinación oracular concuerda con todos los principios expuestos. El poder mántico de los dioses no está circunscrito parcialmente por ningún lugar, por ningún cuerpo humano particular, está presente todo entero en toda partes a disposición de quienes puedan participar de él, ilumina desde fuera y llena todo. Toda la vida del alma y todos sus poderes se mueven subordinados a los dioses, según quieran sus guías.

Ello acaece de dos formas: o cuando los dioses están presentes en el alma o cuando hacen brillar sobre ella una luz, a partir de ellos mismos, que les precede; en ambos casos, tanto la presencia divina como la iluminación son trascendentes.

Algunos, desdeñando toda doctrina de contemplación operante relativa al invocador y a la epoptía, despreciando el orden de la teúrgia, la santa y prolongada perseverancia de los ejercicios, menospreciando las leyes, las pregarias y demás ritos, creen que algún espíritu entra en ellos. ¿Cómo es posible que la esencia de los dioses se una a obras efímeras?

Cuando los dioses están presentes en el alma o cuando hacen brillar sobre ella una luz, el pensamiento del alma no es consciente de lo que acontece, siendo completamente suprimido el ámbito humano.

El agua, por ser transparente, está bien dispuesta a recibir la luz. Y, como con el agua, los dioses hacen signos por intermedio de la naturaleza, que le está sometida, o bien por los démones generadores, sobre los animales y sobre todo lo que hay en el mundo, conducen con facilidad los fenómenos como les parece a los dioses. Estos démones revelan simbólicamente el pensamiento del dios, como dice Heráclito, indicando por medio de símbolos, excitando nuestra capacidad de síntesis, hacia una agudeza mayor.

Por otra parte, los movimientos de los astros están próximos a las órbitas eternas de los cuerpos celestes, por el lugar y la propagación de la luz; y se mueven como ordenan los dioses. Éstos, sirviéndose de numerosos instrumentos intermedios, envían signos a los hombres, sirviéndose de los démones, las almas, toda la naturaleza, los fenómenos cósmicos, como quieren. Ellos conducen todo lo que acaece en la generación y en la naturaleza, lo que viene a coincidir con el principio de la demiurgía y providencia de los dioses.

La divinidad, separada de nosotros, nos guía y se da a quienes participan de ella, sin apartarse de sí ni aminorarse ni servir a quienes participan, sino, por el contrario, utiliza a todos como servidores. Y si se extiende por la predicción hasta los seres inanimados, como guijarros, bastones, ciertas maderas, piedras, trigo o harina de cebada, esto es lo más admirable del divino presagio mántico, pues otorga al alma a los seres inanimados y movimiento a los seres sin movimiento; así, la adivinación hace cognoscible lo incognoscible, hace capaz de conocimiento lo que es incapaz de conocimiento; mediante signos nos infunde sabiduría y mediante todos los seres del mundo mueve nuestro intelecto hacia la verdad de lo que es, fue y será. No es posible que ningún acto divino se realice santamente sin la presencia de seres superiores vinculantes a la acción sagrada. La raza humana es débil y miserable, corta de vista, connatural la nulidad, siendo el remedio a tal desorden, si le es posible, la participación de la luz divina. Un dios, un demon o un ángel será el ejecutor de las obras superiores, pues superior a la necesidad es la divinidad y el coro de seres superiores ligado a ella. No es porque el teúrgo experto haya sufrido la acción de nuestra plegaria, ni la causalidad de los seres superiores como instrumento intermedio, donde el invocante actuara por medio del profeta. Todo deviene por una causa, y lo congénere es producto de lo congénere, mientras que la obra divina ni es fortuita ni engendrada por causa humana. Lo más perfecto no puede ser producido por lo imperfecto. En consecuencia, todas las obras que por naturaleza se asemejan a la causa divina brotan de causa divina. El alma humana es retenida a una sola forma y oscurecida por el cuerpo, lo que puede llamarse ignorancia o vínculo pasional.

Si creemos que podemos ser iluminados por los dioses, con ello sólo gozaremos de la actividad divina. De lo contrario, no haría falta su culto, opinión loca e insensata.

Lo divino es sin mezcla, ni siquiera el alma puede mezclarse con él.

Es preciso distinguir dos clases de éxtasis: unos desvían hacia lo inferior, otros elevan hacia lo superior; unos llenan de insensatez y demencia, otro procuran bienes más preciosos que la sabiduría humana. Los estados de melancolía, la embriaguez o la locura producto del cuerpo sólo son perversión completa, mientras la inspiración divina es perfección y salvación del alma. Cuantos son dioses de verdad son sólo dadores de bienes, tienen relación sólo con los hombres buenos y purificados con el arte hierático, amputada de ellos toda pasión y maldad. Cuando ellos resplandecen, el mal y lo demónico desaparecen, dejando su lugar a seres superiores como la tiniebla a la luz. Cuando no es así, sólo habrá unión con espíritus malos y, llenos por ellos de la peor inspiración, se hacen malvados e impíos, llenos de placeres desenfrenados, malicia semejante a la de aquellos malos démones con los que se unen. El bien es opuesto al mal. Los sacrílegos combaten el culto de los dioses. Los que tienen trato con démones engañadores combaten a los teúrgos, pues estos expulsan por completo todo espíritu malvado, toda maldad y toda pasión y, desde arriba por fuego son llenos de la verdad; ellos no sufren obstáculo alguno por parte de los malos espíritus, ninguna dificultad les impide los bienes del alma; no les importuna en absoluto “vanidad o adulación o goce de exhalaciones o violencia”, por el contrario, todo ello se retira sin tocarle. La mántica pura, hierática transciende todo, siendo sobrenatural, preexistente; está separada y por sí en la unicidad. A ella se hace preciso que quien ame verdaderamente a los dioses, se entregue por completo en la virtud perfecta.

Nosotros, puesto que somos cortos de vista, consideramos los asuntos presentes y la vida que está a nuestros pies, cuál es y cómo deviene; por contra, los seres superiores conocen toda la vida del alma y todas sus existencias anteriores, y si envían una pena a la plegaria de los invocadores, no la aplican contra justicia, si poniendo su mirada en las faltas cometidas en las vidas anteriores del alma por parte de quienes van a sufrirla, lo cual los hombres, al no verlo, consideran que se ven injustamente aquejados por las desventuras que padecen.

Por otro lado, si algunos de los invocadores se sirven de poderes físicos o corpóreos del universo, el don de esta actividad es no deliberado y sin malicia, pero el que se sirve de ella torna el don hacia lo contrario y lo malo, pues arrastra contra justicia hacia el mal lo que le ha sido otorgado.

Los dioses no hacen lo que nosotros determinamos como malo, sino las naturalezas que descienden de ellos.

El placer de los cuerpos causa al alma muchas enfermedades, y la purificación de ello se hace precisa para aquellos que pueden ser contaminados por la materia. El sacrificio contribuye a la purificación del alma o a su perfección o liberación de la generación. La causa de los dioses no es puesta en movimiento con los sacrificios; es mejor atribuirla al amor y al parentesco, relaciones vinculantes entre los generadores y lo generado. Las causas más perfectas están unidas a los poderes demiúrgicos y perfectísimos, haciendo descender un provecho a una región, a una casa o a un individuo, según afinidad y parentesco , ya que un único amor, que mantiene todo unido, lleva a cabo este vínculo mediante una comunión inefable. El alma es perfeccionada por el intelecto, la naturaleza por el alma, y lo demás es alimentado del mismo modo por sus causas.

Por medio de los sacrificios y el fuego sacrificial, lo quemado se transforma en pureza y sutileza del fuego, que se eleva hacia el fuego de los dioses, arrastrado hacia lo divino y celeste. Los dioses hienden la materia con el fuego fulmíneo y separan los elementos inmateriales según esencia, todavía dominados y encadenados por la materia, purificando y liberando la ofrenda y haciéndola apta a la comunión de los dioses; por ello, nos hacemos semejantes a ellos, aptos para su amistad, cambiando nuestra naturaleza material en inmaterial. Según el arte de los sacerdotes es preciso comenzar los sacrificios por los dioses materiales, pues de otra forma podría no tener el ascenso a los inmateriales. Los dioses materiales tienen cierta comunión con la materia, en tanto que están frente a ella. Los cadáveres, la sangre de animales, la consunción de los cuerpos, la degeneración en suma conviene a estos dioses.

Establezco dos clases de sacrificios: una de los hombres completamente purificados, dado raramente, como dice Heráclito; la otra, material, corpórea. Del mismo modo, se debe elegir el modo de culto más adecuado: inmaterial se se hace inmaterialmente y enlaza los poderes puramente incorpóreos; corpóreo si así fuera unido a cuerpos, mezclado con las esencias que presiden los cuerpos. A veces, nos servimos de los ritos sagrados, para pedir bienes materiales o humanos a los dioses, cuando ellos están completamente aparte de todo devenir humano; no es posible que se apliquen tales dones. Pero sí los dioses materiales, y de ahí la necesidad de diferenciar el tipo de culto, que aquí sería más afín al devenir material y corpóreo.

La mayoría del rebaño humano está sometido a la naturaleza, mira hacia abajo y ejecuta lo que la fatalidad dispone. Unos pocos sólo, sirviéndose de un poder intelectual sobrenatural, se separan de la naturaleza, se elevan al intelecto separado y sin mezcla, llegando a ser superiores también a los poderes naturales.

Por tanto, cuando veneramos a los dioses que reinan sobre el alma y la naturaleza, no es inoportuno ofrecerles poderes naturales, ni despreciable ofrecer en sacrificio los cuerpos gobernados por la naturaleza; pues todas las obras de la naturaleza les sirven y contribuyen a su gobierno. Pero cuando intentamos venerar a los que no tienen por sí una forma única, conviene venerarles con honores libres de la materia; lo que les conviene son dones intelectuales y de la vida incorpórea, todos cuantos pueden otorgar virtud y sabiduría, bienes perfectos y completos del alma.

Si lo que se invoca en los ritos fuese simple y de un solo rango, simple sería también el modo de sacrificio. Los teúrgos, no obstante, ya saben exactamente que poderes se despiertan cuando los dioses descienden y cuál es el adecuado cumplimiento del arte hierático; y saben que las omisiones, por pequeñas que sean, subvierten toda la obra del culto, como en el acorde musical, una cuerda rota o mal acorde, deshace todo lo armónico. En los sacrificios no se trata de honrar a éste sí y a éste no, sino a todos, según el rango que cada uno ha obtenido. De lo contrario, se trastorna el todo, subvirtiendo todo el rito.

Y es que, las causas divinas que nos rodean, deben ascender no incompletamente a sus jefes. Cuando convergen en el mismo fin las causas divinas y los preparativos humanos que se les asemeja, la ejecución del sacrificio cumple todo y procura grandes bienes.

No es preciso rechazar toda la materia, sino sólo la hostil a los dioses, escogiéndose la apropiada a ellos, adecuada para la construcción de las moradas de los dioses, consagraciones de estatuas y los ritos de los sacrificios. Cuando ofrecemos los sacrificios a los dioses con los dioses como inspectores y ejecutores del rito sacrificial, se hace preciso venerar la ley del rito divino sacrificial y, a la vez, conveniente tener fe en uno mismo y precaución conveniente, no fuese que ofrezcamos algún don indigno de los dioses o no apropiado a ellos: en fin, recomendamos poner nuestra mirada por completo en todo lo que nos rodea, dioses, ángeles, démones, distribuidos por clases, y ofrecer el sacrificio a todos, de forma que les sea igualmente agradable, pues sólo así el rito podrá ser digno de los dioses que lo presidan.

Las plegarias tienen un valor capital y, por ellas, en los sacrificios toda su obra se fortalece y se cumple. La primera característica de la plegaria es la conectiva, conduce al contacto con lo divino y a su conocimiento; la segunda es la copulativa, en tanto vincula una comunión unánime, convocando con antelación los dones que son enviados desde arriba por los dioses, antes incluso de que los pronunciemos. La unión inefable es el sello último de la plegaria. Ésta, armonizando nuestra amistad con los dioses, nos conferirá la iluminación, la completa satisfacción de nuestra alma a causa del fuego divino y una acción común. Tan pronto precede al sacrificio, a mitad de la función sagrada o al término del sacrificio; ningún rito tiene lugar sin las súplicas que acompañan a las plegarias. El tiempo que se consume en ellas, nutre nuestro intelecto, hace nuestra alma amplia para acoger a los dioses, acostumbra a la luz, hasta elevarnos a lo más alto; arrastra hacia arriba suavemente nuestros hábitos espirituales, nos transmite los de los dioses en base a una comunión y amistad indisoluble, acrecienta el amor divino, inflama lo divino del alma, purifica el alma de todo lo opuesto, expulsa del pneuma etéreo y luminoso que hay en ella todo lo que es creado.

Por otro lado, y en relación a los sacrificios de animales, es lógico que se ligue a los hombres a través del alma de éstos. El alma del animal tiene una cierta afinidad con el hombre por parentesco vital y con los démones, porque libre de los cuerpos, está ya separada de ellos; y, estando en medio de ambos, sirve a quien tiene autoridad sobre ella.

Los egipcios, imitando la naturaleza universal y la creación divina, producen por medio de símbolos algunas imágenes de las intelecciones místicas, ocultas e invisibles. Sabiendo que todos los seres superiores gozan con la semejanza de los inferiores y queriendo así colmarlos de bienes mediante la imitación en la medida de lo posible, los egipcios reproducen también el modo apropiado de la mistagogia oculta en los símbolos.

Hemos de concebir como limo todo lo corpóreo o material o cuanta especie material de la naturaleza se mueve junto con el oleaje inestable de la materia, en mitad del devenir que con él cae; o, en cambio, haz acopio de la causa primordial, preexistente a modo de fundamento, de los elementos y de todos los poderes de éstos. Puesto que es superior a todo y eminentemente simple por sí, aparece como separada, trascendente, sublime, en sí por encima de todos los elementos cósmicos. Lo atestigua el siguiente símbolo: estar sentada en un loto simboliza enigmáticamente la superioridad sobre el limo, excluyendo su contacto, siendo circulares sus formas; dicha forma está emparentada con la actividad del intelecto, en un único orden. La divinidad misma es inmóvil en sí, augusta y santa en su simplicidad trascendente.

El que navegue sobre una barca hace patente la soberanía que gobierna el mundo, desde lo alto de la proa. Y puesto que toda parte del cielo, todos los signos del zodiaco, todo el movimiento celeste, todo el tiempo, de acuerdo con el cual se mueve el cosmos y todos los seres reciben poderes que descienden del sol, unos enlazados con ellos y otros trascendiendo su mezcla. Por esta razón afirmo que la divinidad cambia según el zodiaco y las horas, porque estos seres varían en torno al dios según las numerosas maneras de recibirla. Tales plegarias emplean los egipcios para el sol no sólo en las visiones sino incluso en las plegarias más comunes que tienen esta misma intención. Por la inmutabilidad de los ritos sagrados, se hace preciso conservar las fórmulas de las plegarias antiguas, sin suprimirles nada ni añadirles nada. Probablemente, un motivo por que han perdido ahora toda su eficacia los nombres y la plegaria es porque los griegos no cesan de cambiar por novedad y violación de la tradición, amantes como son de lo novedoso; no conservan las tradiciones que han recibido de otros. Los bárbaros, por el contrario, siendo constantes en sus hábitos, permanecen fieles a sus formas de hablar, siendo queridos por los dioses.

La tradición la expuso completamente Hermes en veinte mil libros, como registró Seleuco o treinta y seis mil quinientos, según Manetón. Antes de los seres verdaderos y los principios universales hay un dios, el Uno, que permanece inmóvil en la soledad de la Unicidad. Nada se entrelaza con él, padre único del verdadero Bien, fuente de todo, fundamento de los seres que son las primeras ideas inteligibles.

A partir de este dios Uno, irradie el dios autosuficiente, por lo que también es en sí padre y principio, pues él es principio y dios de dioses, mónada a partir del Uno, anterior a la esencia y principio de la esencia. De éste derivan la substancialidad y la esencia, precediendo al ser, principio de los inteligibles y, por eso, llamado Primer Inteligible. A éstos pone Hermes por delante de los dioses etéreos, empíreos y celestes, poniendo como dios a Emef (corregido en Kmeph o Kneph e identificado con Khum), señor de los dioses celestes, del que afirma que es intelecto que se piensa a sí mismo, pero poniendo por delante de él al Uno indiviso, del cual afirma que es el primer nacido y al que llama Eikton (Eichton, Ef-khe-ton -del que Ra sería su hijo, como se recoge en los papiros mágicos de rheksíchthon-).

El intelecto demiúrgico, señor de la verdad y la sabiduría, es llamado Amoún en lengua egipcia -también Fthá- (Hefesto según los griegos); cuando es creador de bienes es llamado Osiris.

Así, para los egipcios, la doctrina de los principios, desde arriba hasta los últimos seres, comienza desde el Uno y hace procesión hasta la pluralidad, la multiplicidad siendo gobernada, a su vez, por el Uno y en todas partes la naturaleza indeterminada siendo dominada por una cierta medida determinada y por la causa suprema que unifica todo. La divinidad ha hecho proceder la materia de la substancialidad, una vez separada de la materialidad; esta materia, que es vivificante, tomándola el demiurgo, ha modelado las esferas simples e impasibles, siendo tomada su parte extrema para hacer los cuerpos corruptibles.

Los egipcios no dicen que todo sea naturaleza, sino que incluso distinguen de la naturaleza la vida del alma y la vida intelectual, no sólo en cuanto al universo, sino también poniendo al frente al intelecto y la razón de por sí existentes, anteponiendo un padre primero creador de los seres del devenir.

Los egipcios recomiendan elevarse mediante la teúrgia hierática a las regiones más elevadas, por encima de la fatalidad, hasta la divinidad y el demiurgo, sin servirse de la materia. Este camino ya lo indicó Hermes y el profeta Bitis se lo explicó al rey Amón, tras descubrirlo grabado en caracteres jeroglíficos en un santuario de Sais la egipcia, y transmitió el nombre de dios que se propaga por el mundo entero. El hombre, según afirman los escritos egipcios, tiene dos almas; una derivada del primer inteligible, que participa también del poder del demiurgo, y la otra engendrada a partir del movimiento de los cuerpos celestes, en la cual penetra el alma que contempla a la divinidad. Siendo así las cosas, la que desciende de los mundos a nosotros acompaña los movimientos de estos mundos, mientras que el alma derivada de lo inteligible, inteligiblemente presente en nosotros, es superior al ciclo del devenir, libre de la fatalidad. No liguemos la fatalidad a los dioses, aunque si ellos nos liberan de las fatalidades, las naturalezas que derivan últimas de ellos, descendiendo y ligándose al devenir del cosmos y al cuerpo, cumplen tal fatalidad. Con razón, ofrecemos a los dioses todo el rito, y nos liberan de los males que provienen de la fatalidad. Pero no todo en la naturaleza está ligado a la fatalidad; hay otro principio del alma, superior a toda naturaleza y conocimiento, por el cual podemos unirnos a los dioses. Y es que somos capaces de liberarnos nosotros mismos; en efecto, cuando actúan las mejores partes de nosotros, el alma se eleva a los seres superiores, separándose de lo que la retiene en el devenir. Lo inferior es liberado por un orden y poder superior. La divinidad mandó las almas en el primer descenso ya con el fin de que retornen a ella. No hay conflicto alguno en el descenso y ascenso del alma.

La doctrina acerca del demon personal es doble. La primera lo invoca desde las causas superiores, la segunda desde el mundo creado. Es la emanación de los astros quien asigna el demon, tanto si somos conscientes como si no. la mántica divina puede instruirnos sobre los astros de acuerdo con la verdad misma, sin necesidad de una detallada tabla astrológica o arte mántico. La astrología, por ejemplo, al mezclarse con frecuencia con elementos humanos, desvanece el carácter divino del conocimiento. Pero están los eclipses, conjunciones de la lunas con estrellas fijas y fenomenos celestes conservados entre los caldeos y los egipcios, que testimonian la verdad de esta ciencia.

El demon personal se nos ha sido asignado por la totalidad del cosmos, por su multiforme vida y cuerpo, por todo lo que el alma desciende al devenir, una suerte individual que nos es atribuida, que se reparte por cada una de nuestras partes, según una señoría particular. Este demon existe antes incluso del descenso de las almas al devenir; una vez que el alma lo elige como guía, al punto el demon vigila la realización de su vida. Cuando desciende en el cuerpo, la liga al cuerpo, gobierna su viviente compuesto; cuanto pensamos lo hacemos porque él nos proporciona los principios, gobernando a la persona hasta que, por la teúrgia hierática, ponemos al frente a un dios custodio y guía del alma: entonces o se retira ante el ser superior o le otorga la señoría o coopera con él o le sirve de algún modo como a una autoridad. El demon personal no es guía de una parte de nuestro ser, sino de todo a la vez, de una manera simple, y se extiende a todo nuestro dominio, al igual que nos ha sido asignado por todos los órdenes del universo. Y sólo tenemos uno asignado; en todas partes, los jefes son menos numerosos que los subordinados. La invocación de los démones se hace en nombre del único dios su señor, el cual desde el origen determinó para cada uno su demon particular y en los ritos revela a cada uno su demon, siéndole revelado un culto particular y su nombre, enseñándole el modo de cómo ser invocado.

Sólo la mántica divina, uniéndonos a los dioses, nos hace partícipes verdaderamente de la vida divina. Ella es la que nos procura auténticamente el bien. El hombre, concebido como divinizado, unido antes a la contemplación de los dioses, ha entrado en otra alma adecuada a la forma específica humana y, con ello, al vínculo de la necesidad y fatalidad. Se hace preciso entonces, examinar su liberación y evasión de dichos vínculos. Y es que no hay otro medio que el conocimiento de los dioses: la esencia de la felicidad, en efecto, es la ciencia del bien, así como la esencia del mal es el olvido del bien y el engaño respecto al mal; la primera está con lo divino, la segunda es inseparable de la mortalidad, la medición de la esencia corpórea, la desviación del padre. El don hierático y teúrgico de la felicidad es llamado puerta hacia el dios demiurgo del universo o morada del bien, teniendo como facultad otorgar una pureza al alma, la mente y el cuerpo, con el fin de liberarla de todo lo opuesto, acabando por unirse a los dioses dadores de bienes.

Una vez el alma es penetrada con poderes divinos, la teúrgia del demiurgo universal, la pone a su lado fuera de toda materia, uniéndola al poder autoengendrado que todo lo mantiene, de forma que el alma teúrgica encuentra su perfección en sus actividades, en sus intelecciones y en sus creaciones. Ella instala el alma en la completa divinidad creadora. Éste es el fin de la ascensión hierática entre los egipcios. El bien en sí, el divino, precisa de toda nuestra atención; los teúrgos no turban la divina mente con cosas de poca importancia, sino con las que conducen a la purificación del alma, su liberación y salvación, impidiendo ser engañados por un falso demon".

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