domingo, 13 de octubre de 2013


Desde que la sociedad comenzó a apartarse de Dios –lo que fue a una edad muy temprana y con tal rapidez que ha llegado al punto de amenazar con la destrucción de todo el medio ambiente-, la concepción trágica de la existencia que se ha instalado en el ser humano (especialmente, en occidente) ha ido menoscabando progresivamente su condición espiritual.

La historia de la humanidad ha vivido su religiosidad con mayor o menor fervor, entre conflictos bélicos, hambrunas, enfermedades y el descrédito de sus autoridades  -otrora conformadas como puentes entre Dios y su pueblo-, hasta ir conformando el actual punto de descrédito e increencia actuales. Es como si, desde la época de las cavernas hasta la actualidad, una disfunción total entre nuestro consciente e inconsciente, hubiera creado a nuestro alrededor un mundo que se nos antoja simplemente cruel y en donde básicamente se promueve una competencia maquiavélica entre personas, regiones, culturas o credos, auspiciando básicamente aquel pecado o transgresión que recriminan todos los textos sagrados.

Históricamente, el exoterismo religioso se ha ido atribuyendo derechos metafísicos desde las múltiples declaraciones dogmáticas en los diferentes concilios, cónclaves o reuniones a partir de cada revelación divina, mientras que el esoterismo se ha ido viviendo generacionalmente desde el misterio de la revelación personal, en la propia condición divina. Y ha sido viniendo así, desde el principio de los tiempos, como en este punto y desde la perspectiva lineal u horizontal del espacio/tiempo o desde la verticalidad que marca la directriz que conforma la verdadera alianza entre el Cielo y la Tierra, se nos ha instado consciente o inconscientemente al sacrificio (un sacrificio auspiciado por una infiltración espiritual más allá de nuestro propio ego o mente impura). Y, desde la perspectiva esotérica, todo esto se ha ido perdiendo de vista, habiéndonos instalado primero en el crédito pontifical y representativo de las diversas autoridades y luego en el ateísmo y la falta de ética y moral de manera paulatina. Todo ello es, cuando menos, sintomático de los males que, según los textos religiosos más antiguos que se conocen, los Vedas, aquejarán a los últimos tiempos del “gran ciclo” o “Kali Yuga”, la era de irreligión, hipocresía y transgresión de la ley natural, donde Shivá se verá obligado a destruir las sociedades que se han alejado de su papel primordial (como indican los Purana, donde se describen los signos que caracterizarán al último período).

Sea como fuese, ante la adversidad..."el corazón del eremita debe ser un plácido lago, cuyas aguas no se agiten con el viento de las circunstancias", como reza un dicho taoísta.

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