domingo, 14 de julio de 2019


Hoy (por ayer noche, antes de dormirse) mi hijo Rafael, de dos años y medio, empezó a acariciarme el antebrazo, mirándome amorosamente de soslayo, rozando suavemente mi mano y levantando su tierna mirada, antes de decirme: "papá, te quiero". Seguramente, nunca unas palabras me emocionaron tan grandemente, sabedor de la gran pureza del alma que propició a mi hijo que así se pronunciase. 

El alma tiene el poder de adivinar, dijo el más insigne de los filósofos de todos los tiempos, Sócrates (en boca de Platón), adivinando Rafael el amor de su padre.
Por ello, inspirado por mi amado hijo, recordaré las palabras que el sabio ateniense dedicó al Amor que, sin ser yo adivino sino sabiendo de antemano que tal sentimiento es de origen divino, es el mayor don que podemos recibir en esta humilde existencia.

"Los bienes más grandes nos vienen de la locura, concedida por un don divino, y así la profetisa de Delfos y las sacerdotisas de Dodona, en sus arrebatos de locura, obraron muchos beneficios para Grecia; así como la Sibila y todos los demás que hicieron muchas predicciones y nos dirigieron así por el camino recto al porvenir. Y el amor es una locura que los dioses proponen como máxima felicidad para aquellos que se la conceden. 
Toda alma es inmortal; pues aquello que se mueve a sí mismo es inmortal. Describirla sería cosa totalmente divina entonces. Sería como cierta fuerza natural que mantuviera unidos un carro con y su auriga, sostenidos por alas. Dividamos pues el alma en tres partes, dándole a una la forma de auriga y de caballo a las dos restantes. De esos dos caballos, el uno el bueno y el otro, no. El que tiene mejor condición, figura recta y erguida es amante de la gloria y la moderación, dejándose conducir simplemente por una orden. El otro, por contra, es contrahecho, compañero del exceso y la soberbia, sordo y obedece a duras penas a un látigo con pinchos. Así, cuando el auriga, contemplando la visión amorosa y calentando el alma, el caballo dócil se retiene a sí mismo por respeto a su amado; pero el otro se lanza a saltos violentos, dando todo el trabajo imaginable a su compañero de yugo y al auriga, forzándolos a ir hacia el amado. 
Por parte del auriga resulta necesariamente dura y difícil la conducción. Toda alma está al cuidado de lo que es inanimado. Y así, cuando es perfecta vuela por las alturas, mientras que la que ha perdido las alas es arrastrada hasta algo sólido, donde se establece tomando un cuerpo y, alma y cuerpo unidos, tiene el sobrenombre de mortalidad. De la divinidad tenemos forjada la idea de un ser inmortal, de cuerpo y alma unidos por toda eternidad. Zéus, dirigiendo su carro alado marcha primero junto a once divisiones de dioses y demonios, surcando regiones escarpadas hacia la bóveda del cielo. Las dóciles riendas de los carros de los dioses marchan fácilmente, pero el caballo que tiene mala constitución es pesado y se inclina hacia la tierra, enfrentando el alma en una lucha suprema. Es entonces cuando el auriga tira con mayor fuerza hacia atrás del freno sujeto a los dientes del caballo soberbio, ensangrentando su lengua mal hablada y sus mandíbulas, haciéndole clavar sus patas. Cuando, después de haber sufrido muchas veces el mismo trato, el caballo malo renuncia a su intemperancia, es cuando el alma reanima los orificios de las plumas, dando impulso al nacimiento de éstas, llenando de amor a su vez el alma del amado. 

Pasando a la causa por la que se caen las alas, por la que éstas se separan del alma, debemos tener en cuenta que la fuerza del ala consiste en llevar hacia arriba lo pesado. Si lo divino es hermoso, sabio, bueno y todo ello hace crecer las alas; en cambio, lo vergonzoso, lo malo y todas las demás cosas contrarias a aquellas, las hace perecer. El corrompido, cuando contempla la belleza, al estar entregado al placer intenta enseguida cubrir y fecundar cuál animal de cuatro patas y, familiarizado con la intemperancia, sin sentir miedo ni vergüenza en perseguir un placer contrario a su naturaleza. 
En cambio, el iniciado que ha contemplado las divinas realidades, cuando ve un rostro divino, primero siente un estremecimiento, le invaden parte de sus terrores y después lo venera como a una divinidad. Una vez visto, el estremecimiento da lugar a un calor desacostumbrado, que derretirá aquello que obstruía la salida de las plumas, hinchándose y haciendo crecer  las plumas desde la raíz hacía toda el ala (estando toda ella, en otro tiempo, cubierta de plumas). 
Así pues, cuando el alma dirige sus miradas hacia la hermosura, su sufrimiento se alivia y experimenta alegría, olvidando a madre, hermanos y amigos (e incluso arruinando su fortuna, por descuido), con tal de estar lo más cerca posible del objeto de su amor, como si el amado fuera una divinidad, forjándose de él una imagen sagrada, que adorna para honrarla y rendirle culto. De esta manera devienen las aspiraciones de los verdaderos amantes que son, al mismo tiempo, su propia iniciación si llevan a cabo aquello a que aspiran. 

En otro tiempo, nuestra alma marchaba en compañía de la divinidad mirando lo que ahora decimos que es verdaderamente. La belleza la contemplamos en todo su esplendor siguiendo a Zéus, sin haber experimentado los males que posteriormente hemos sufrido, contemplando la pureza, sin la marca de este sepulcro que ahora llamamos cuerpo, que nos rodea y al que estamos encadenados, haciéndonos anhelar el pasado. Y ahora sólo echaremos alas mediante el recuerdo y en la medida en que no nos apartemos de aquello que hace un dios, con todas nuestras fuerzas: ser divino. 
Por consiguiente, el hombre que sabe servirse de tales recuerdos, iniciado continuamente en los perfectos misterios, es el único que llega a ser verdaderamente perfecto; pero el vulgo le reprende como si estuviera fuera de sí, y no se da cuenta de que está poseído por un dios. 

He aquí la ley de Adrastea: toda alma que, habiendo estado en el cortejo de un dios, haya visto algo de lo verdadero, queda exenta de pruebas hasta la siguiente revolución. Pero cuando se ha llenado de olvido y de maldad, se vuelve pesada, pierde sus alas y cae en la tierra. Son almas que, en la revolución circular, por causa de la violencia de sus caballos, intentan seguir a los dioses pero, incapaces de ello, se hunden pisoteándose y echándose los unos encima de las otros y, por impericia de los aurigas, acaban estropeando sus alas. En cambio, toda alma que se preocupa de recibir lo que le conviene, al ver, en el transcurso del tiempo la realidad del alma, se alimenta y se siente feliz hasta que el movimiento circular en su revolución la vuelve a llevar al mismo lugar, contemplando la justicia, la templanza y la ciencia que versa sobre dicha realidad. 

Cuando alguien ve la hermosura de este mundo y, acordándose de la verdadera, toma alas. Pero, acordarse de ellas, partiendo de las cosas de este mundo, no es fácil para todas las almas. Pocas quedan que conserven suficientemente el recuerdo. Pero estas, cuando ven alguna semejanza de las realidades de allá, se ponen fuera de sí y pierden el dominio propio. Ahora bien, la justicia, la templanza y todas las demás cosas preciosas para el alma, no poseen ningún resplandor en este mundo; sólo mediante órganos imprecisos, unos pocos pueden contemplar lo representado de ellas, recurriendo a algunas imágenes.

Y es que, una vez alado, deseando emprender el vuelo, descuida las cosas de la tierra y se le acusa de estar loco; ésta es, de todas las formas de posesión divina, la mejor. El enamorado no se percata de que, como en un espejo, se ve a sí mismo en su amante; siempre que aquel está presente deja, como él, de sufrir; y cuando está ausente, del mismo modo también, lo echa de menos".

Los mortales, en verdad, le llaman Amor que vuela, 

los inmortales, Alado, porque hace crecer las alas.

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