miércoles, 12 de marzo de 2014


Los relatos más conocidos del golem se refieren a los rabinos Eleazar de Worms y Jehuda Löw ben Bazalel; y, según la tradición talmúdica, la creación del golem tendría relación con el plano del alma humana, aspirando así al estado original de la misma o “Neshamá”, y cuyas raíces tendrían relación con el carácter teúrgico de la interpretación mágica del poder creador del lenguaje y las letras -en el contexto específico del Sefer Yetsiráh-. Cuando Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, quedose implícita la idea de que aún cuando éste puede ser como Dios, como se advierte con la prohibición del fruto y posterior expulsión del Paraíso, ese objetivo precisa ser debidamente condicionado. Desde el barro, Dios insufló su propio hálito divino al hombre, deviniendo así por ende un alma viviente; por ello, la figura recurrente y simbólica del golem, parece indicarnos cuál podría ser nuestra condición, en caso de ignorar nuestra verdadera naturaleza (como sucede en las actuales circunstancias, en que el hombre se encuentra alineado del ámbito de la divinidad). En esa línea, Gershom Scholem ya consideró, por ejemplo, que el famoso golem de Praga reflejaba un alma colectiva del gueto judío que luchó por su “liberación”, siendo ésta purificada tan buen punto lo era la propia figura del golem. Y, si tenemos en cuenta que la vida del golem dependía en gran parte de la palabra escrita en su frente, “emet”–“verdad”- para otorgársele y, por contra borrándosele la primera “e”, la “muerte” con la palabra “met”, desde dicha perspectiva, el golem devine imagen simbólica del tránsito del alma adámica.

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