martes, 21 de enero de 2014

 
Cuando leemos “un hombre que consagra a Dios Todopoderoso todo lo que tiene, toda su vida, todo su conocimiento, es un holocausto” (San Gregorio) o “nuestro bien más grande pasa por ser consumidos por el fuego de Dios” (Maestre Eckhart) lo que Dios nos reclama, por boca de tan santa inspiración, no es sólo que seamos conscientes en todo momento de su presencia, sino que sea nuestra propia identidad dada a Él sin ambages. Si tenemos en cuenta los numerosos textos no sólo cristianos, sino más antiguos como hindúes o hebreos, en todos ellos se pone de relieve que el hombre ha nacido de mujer, debiendo posteriormente renacer gracias al fuego sacrificial.
Por poner un ejemplo, y siguiendo un texto hindú llamado ‘Satapatha brahmana’, fue así como “Prajâpati, en su propio sacrificio, se entregó a los dioses”. Entonces, el sacrificio es un acto sagrado reflejado por el mito, aunque debiendo ser entendido en sentido inverso.
Sacrificar y ser sacrificado, aquí esencialmente es lo mismo pues, en última instancia, es Dios quien se ofrece a sí mismo.
Pero no debemos olvidar que esta concepción intrínseca del Sacrificio, debe autoimponerse continua e inacabablemente en todas y cada una de las funciones de nuestra vida. Así, respirar, comer, hacer el amor, etc., deberíamos interpretarlo sacramentalmente, cual camino de perfección hindú (siddhi). En el Bhagavad- Gitâ, fue Krishna quien impone a Arjuna la renuncia del resultado de sus acciones, supeditándole al ideal de sacrificio; o sea, cumpliendo el plan divino de manera desinteresada y renunciando a nuestras propias obras (lo que entenderíamos como ‘auto-sacrificio’).
De hecho, toda iniciación es, propiamente dicho, un acto que asume una muerte y un posterior renacimiento; pues, sacrificar (del latín ‘sacra facere’) deviene “actuar correctamente”. Y, ya que todo sacrificio comporta un acto de devoción y amor (puesto que el amor debe ser la razón primordial de toda ofrenda), de ahí que se recibirá en retorno igual o mayor medida. En definitiva, el ofrecimiento divino depende en la medida en que nosotros mismos nos hayamos “abandonado”.
En dicho sentido de amor, devoción y abandono, el judío Filón de Alejandría interpretó el plano alegórico del sacrificio de Isaac, como el de aquella alma devota que se ofrece “interiormente” a Dios y, todo y que se inmola voluntariamente, por piedad divina le es permitido seguir manteniéndola en vida.
Así pues, quien ofrece un sacrificio, se ofrece a sí mismo desde la perspectiva de quien lo hace efectivo siendo parte inherente del mismo.
Por último, cabe recordar que el sacrificio, como la liturgia que lo envuelve, debe entonces ser comprendido, si queremos que sea totalmente efectivo, tanto exterior como interiormente; pues no se producirá de manera visible y hablada únicamente, sino también invisible y silenciosamente. En definitiva, ofreciéndonos en sacrificio, entendido como tal todo acto sacrificador, nos será restituida íntegramente la deidad desmembrada (será pues por la gnosis como podremos alcanzar dicha clarividencia). Debemos actuar altruista y desinteresadamente para con el prójimo -y para con nosotros mismos- sabiéndonos, en préstamo eterno, deudores de nuestra humilde existencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

L a caligrafía arábiga tuvo su origen como comunicación entre los hombres y Dios; y Dios quiso comunicarse con sus fieles escogiendo a un ho...