jueves, 16 de enero de 2014


El alemán Jacob Boehme fue considerado, ya en vida, profeta y visionario (a pesar de sintomáticas divergencias con la Iglesia luterana –a la que pertenecía-). Admirador confeso de Paracelso, dijo estar en posesión de la “lengua primordial” pudiendo, de esta manera, conjugar la Biblia de Lutero, con la mística y el hermetismo; facultades con las que, según él, pudo hacerse eco de la naturaleza dual del mundo en que vivimos, como base de dos principios eternos que estarían cimentados en la luz y en su ausencia. Y es que, según Boehme, el Génesis relataría un principio anterior a la nada preexistente, cual cosmogonía de un tiempo primordial o pleroma inicial, con el que pasaría a conformarse el Hombre universal (o Antrophos), primer mundo lleno de luz basado en la naturaleza original (o arquetipo del alma humana). Ante semejante perspectiva, Dios habría creado en primera instancia las tinieblas y a continuación la luz como principios con los que darse “amorosamente” a conocer. Y aunque Dios sea inaccesible e inefable para nosotros -en la línea cabalística del En Sof- y del que sólo obtenemos un reflejo a través de los diferentes planos de manifestación, su naturaleza original se hallaría oculta en todo lo que nos rodea, aun cuando nuestros sentidos sólo puedan asumirlo como material y perecedero. Por otra parte, la “caída del ángel” conformaría un tercer principio, compuesto por los dos anteriores, cual arquetipo del mal y entronizando con la aparición de Adán y su falta que nos habría condenado al ostracismo del purgatorio en vida. Por tanto, la revelación habría comenzado con las tinieblas y, por ende, con la “ausencia” de Dios o una voluntad que ya no fluiría directamente de Dios, sino de un “doble” de Dios. ¿Y cúal sería nuestra labor? Recuperar la unidad perdida, a pesar de la dualidad que representan la luz y las tinieblas en la que nos hallamos sumidos. Aunque puédasenos antojar Boehme maniqueo, pues ciertamente mantuvo un discurso dualista, éste no consideró el bien y el mal como principios eternos, sino como el resultado de un verdadero principio eterno (la naturaleza original de Dios, el Absoluto, sin principio ni fin, eternamente perfecto). En definitiva, se trata de combatir a las tinieblas en las que nos hallamos sumidos mediante la beatitud –según Boehme-, pues somos puestos continuamente a prueba por Dios con la condición de que podamos recuperar nuestra auténtica condición de luz, encarnando debidamente un alma que Dios engendró “in illo tempore”…

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