martes, 14 de enero de 2014

 
Shiva, al final de cada ciclo, es destructor de los cielos y la tierra. Su fuego se encarga de destruir todo ego creado por las ilusiones más efímeras o las mayores hazañas. Es sobre todo en Bengala, donde se adora el aspecto más bien maternal de la manifestación de su shakti: Kali. Y, ante su baile, sólo cabe acercarse a ella mediante la renuncia total y previa purificación de nuestros corazones.

 Y todo ello, mediante el fuego, como le reza un himno hindú:
“Como tú cremas el crematorio,
He hecho un crematorio de mi corazón
Donde Tú, la Oscura, la que en el crematorio mora,
Puedas bailar Tu danza eterna.
Nada más guarda mi corazón, Oh madre:
Día y noche arde la pira funeraria,
Y he mantenido esparcidas alrededor las cenizas de los muertos,
Lo he preparado todo para Tu llegada.
Mahakala, con la muerte conquistada bajo Tus pies,
Penetra, bailando tu danza rítmica,
Que podría contemplar con los ojos cerrados”.

Así pues, tenemos dos danzas: la de la naturaleza o Kali y la de la Iluminación o Shiva; y será la danza de Kali sólo posible, siempre que Shiva la permita.
Kali, mediante la destrucción, fecunda y crea (siendo pues preciso que algo muera para que otra cosa pueda nacer). De piel negra bajo una máscara desencajada, ojos centelleantes inyectados en sangre, afilados colmillos sobre una lengua ávida de libación, revestida de collares con cráneos humanos y bailando sobre un esqueleto, así es Kali; fuerza vital sin la cual nada tendría existencia.
 

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