martes, 21 de enero de 2014


La búsqueda espiritual es un camino nada fácil que debe transitarse en solitario. Liberarnos de las ataduras de la ignorancia y asumir el Conocimiento verdadero sin intermediarios es tarea “Hercúlea”. ¿Quién soy? Nos podemos esforzar –o no- en responder, pero la respuesta sólo la obtendremos sumergiéndonos profundamente en nuestro interior. Los sentidos, que nos acosan con sus continuas percepciones, creándonos un mundo exclusivamente material y mental, generalmente nos impide sopesar adecuadamente quiénes somos. Básicamente, no nos preguntamos esto, sino que escrutamos subterfugios con los que no buscar, ya no respuestas, ni siquiera preguntas. Esos mismos sentidos nos inducen a buscar, básicamente, la felicidad por encima de otras cosas, nos orientan hacia objetos externos, dando por sentado que obtener un estatus o un recurso u objeto afín a nuestras predilecciones, bastará para satisfacer toda expectativa. Y es que la mente está sujeta a una serie de “impresiones”, por así decirlo, que nos someten a una especie de patrón preestablecido, el cual básicamente pasa por imponernos una serie de pensamientos que acaban determinando todo aquello que hacemos o pensamos. Por ejemplo, si un día paseando encuentro una elegante prenda de ropa en el escaparate de un establecimiento y me digo – a pesar que seguramente no me sea muy necesaria-“la quiero”, a raíz de ello puedo contemplar tres posibilidades: la compro, no la compro aunque me martiriza el simple hecho de tener que seguir pensando en ella o la ignoro, cambiando simplemente el objeto de mi atención-y no permitiendo, de ese modo, que quede grabada más de la cuenta dicha “impresión”-.

Sobreentendiendo que la verdadera felicidad no depende de los objetos en sí mismos, sino de nuestra actitud hacia el mundo que nos rodea, esta actitud deberá ser templada y serena, basada sobre un control no exterior, sino interior (y aquí rememoro siempre la gran “Yihad” islámica).  Y es que debemos ser conscientes, cuando menos, que al identificarnos con el pensamiento, le damos vida y pasamos a formar parte intrínseca del mismo. El ego crea un mundo dual, donde lo bueno y lo malo condiciona la visión global de las cosas, creando un mundo –tan relativo- de placer y dolor, vicio y virtud. Aquella “cabeza del pecado” que el cristianismo acabó denominando “pecados capitales” y a los que, en boca de Santo Tomás de Aquino, la naturaleza humana se halla tan inclinada, nos separa de la Unidad, con nuestro propio Ser y con quien nos rodea.

Pero, a pesar de exhortarnos firmemente a disciplinar nuestra mente, el ego es tan poderoso que el hecho de intentar liberar de su esclavitud (y que forma parte de la búsqueda espiritual –pues, de hecho, es la base-) es, como ya hemos dicho, harto complejo. Hemos de recordarnos continuamente que seremos más felices afrontando los obstáculos con una mente tranquila, más allá de recuerdos pasados o planes futuros. Cuando la mente se nos antoje tener vida propia, inconscientemente considerando pros y contras y esclavizada por deseos y emociones, se hace más necesario que nunca combatir las “impresiones” negativas que puedan inspirarnos dolor o depresión, buscando crear de nuevas y positivas, cual particular meta espiritual. Una meta basada en la amabilidad, el altruismo, la simpatía hará “vibrar” ese mundo interior –más que una imagen exterior de nosotros mismos, que también-; y ese mundo que no es nuestro cuerpo ni mente, es una existencia independiente que, en numerosas creencias, se sobreentiende como Dios. Esa energía vibrará a su vez proyectada a quien se encuentre a nuestro lado, cual energía positiva o “prana”. Por todo ello, deberíamos dar más importancia a la fuerza del pensamiento -y las palabras que del mismo devienen-, cuales poderosas energías sutiles que son y creamos constantemente.

Ya que los caminos para alcanzar nuestra Esencia verdadera son múltiples, recordemos en todo momento que es inviable comprenderla con nuestros sentidos, pues la mente humana no puede captar lo Eterno.

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