sábado, 12 de julio de 2014

 
Como fracasos y dificultades del psicodrama de esta vida, transitamos entre meandros y senderos sin salida, peregrinando hacia el centro de este “Laberinto”; no obstante, al orientarnos por un plano discursivo lógico-racional, resulta tan difícil acceder a dicho “Centro”, como luego salir del mismo -tal como le sucedió al propio Ícaro-. Ese centro mitológico del Laberinto, cual “revelación”, expresa la más elevada estructura del Espíritu. Jamás hemos de perder de vista la noción del Centro, punto central entre lo manifestado y lo no-manifestado, eje o Principio que reúne el Cielo y la Tierra. La muerte y la resurrección se hallan así en relación con el Laberinto, cual trama en que se teje la hilatura de toda enseñanza mítica, reveladora de nuestra auténtica condición existencial. Bajo la faz de un hipotético sincretismo, Thot, Hermes, Mitra u Osiris nos han ido mostrando tradiciones ancestrales. Quien aspire a permeabilizarse debidamente de esta “Ciencia Sagrada”, ha de “morir” míticamente y luego “renacer” palingenésicamente. Debemos concebir la muerte como condición sine qua non a la vida eterna (de hecho, no hay vida sin muerte).

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