jueves, 6 de febrero de 2014

 
El templo cristiano emula simbólicamente a la montaña sagrada, eje del mundo que comunica el inframundo de la cripta y sus santas reliquias con la elevada bóveda, consagrada a las figuras celestes (quedando el altar entre ambas). La cripta, cual matriz, nos revela que la tierra (“pues polvo eres, y al polvo volverás” –Gen.3, 19) tiene también un alma (“entonces dijo Elohim: produzca la tierra seres vivientes “Bereshit/Génesis 1:24, donde “ser viviente” –nefesh jaiá- puede ser traducido como “alma que vive”). En perspectiva, las prehistóricas cuevas desarrollaron otrora esa función sacra, siendo las catacumbas cristianas su último exponente (“Mi casa es casa de oración y vosotros la habeís convertido en una cueva de ladrones" -Lucas 19, 46-). Debemos entonces tomar conciencia de que la tierra tiene “cierta” energía vital. La Terra Mater pasaría a ser Isis, Deméter, Cibeles o Minerva, acepciones mitológicas que tuvieron en común una cueva o gruta, árbol o piedra (así como sus hijos nacidos en grutas o bajo árboles -como en su día la propia Virgen María que, como se aprecia en la cripta de referencia, ocupa una venerable posición-).

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