domingo, 2 de febrero de 2014

 
Medito esta vida, ejercitando el estudio y preparándome espiritualmente, en base a los numerosos textos de transmisión revelada de la Tradición hermética que voy encontrando, dejando atrás razonamientos conjeturales más allá de toda objetividad intelectual e intentando comprender o correctamente interpretar su exégesis tradicional, como base de toda iniciación que se precie –especialmente cuando es, propiamente dicha, de manos de un Maestro que me enseña cómo elevar mi alma hacia su Fuente divina-. La contemplación del Uno por el hombre, consciente de ello como acto de ser, conocimiento y unión con Dios, deviene paulatinamente tras responsabilizarnos sin ambages de nuestra fe y a causa de la pureza de nuestro corazón. De la contemplación divina, uno puede aseverar haberse ocasionalmente hallado ante tal o cual forma sutil -incluso pudiendo detallar tiempo y lugar-, pero siendo tal concreción divina, intemporal e impermanente aunque directa y personal en forma, no debe conjeturarse con ello; al contrario, debemos mostrar nuestra total ignorancia por cuanto se desprende desde esa misteriosa “Nube oscura” de la que somos meros espectadores, habida cuenta de que lo que el alma contempla es su propia esencia. Y acabo como empecé, meditando…

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