viernes, 21 de febrero de 2014


En verano cuando subo a la terraza por la noche, e inmediatamente buscó la figura de una luna que me invita a contemplarla sin ambages, reparo primero en su peculiar figura; y luego, más allá de su hermosa fisonomía, busco una gnosis sustentadora de su propia existencia, para acabar olvidándolo todo, al mudar invariable e ineludiblemente la perspectiva de mi mirada más allá de los cientos de miles de estrellas que conforman ese universo inmediato; y lo hago devotamente, pues no se me ocurre cómo hacerlo de otra manera…”Aquellas estrellas parece que busquen mi afecto guiñándome sus ojitos celestes”. Y, mientras, reparo en que éstas acompañan a la luna en sus devaneos con las escasas nubes que la rodean, no atreviéndose a cubrirla del todo, recortando ahora sí ahora no la bañada luz del astro sol, se me antoja en parte sublime en parte melancólica; y es que la luna siempre me ha causado esa sensación extrañamente nostálgica, como si quisiera decirme algo que, a simple vista, escapase a mi razón, “¿será que se presta cual modelo en el que enmendar, afín a su ejemplo, la olvidada disposición sobre la cual se halla nuestra verdadera naturaleza?" Y en el sinfín de sensaciones que propician reste más de una hora absorto ante semejante espectáculo, más allá incluso del límite visual, no puedo dudar un segundo de la perfecta estructura de tal organigrama cósmico. Y es que la creación de Dios se rige en movimiento celeste continuo, patente en su doble manifestación del todo, e inherente a la potencialidad de las eternas e ilimitadas resonancias de su proceso creativo. Y esta doble emanación es una negación complementaria a otra –no simplemente contraria-, así necesaria para configurar armoniosamente la ley que gobierna toda la Creación.

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