martes, 13 de mayo de 2014


Cuando Ferdinand Ossendowski escribiera su libro
“Bestias, hombres y dioses” en 1924, al narrar su viaje cuatro años antes por
Asia Central, su relato de un Reino de Agarttha –mentado por Saint-Yves
d’Alveydre con anterioridad- tuvo básicamente una atribución espacial subterránea,
en base a una extensa red de túneles (aunque reseñablemente curioso, a causa del
“culto de las cavernas”, relacionado con el simbolismo de la cueva o el corazón).
Y según ellos, en dicho Reino se encontraría un “Rey del mundo”, inmortal
jerarca que equilibraría –por así decirlo- el mundo exterior (a causa de la
desviación intrínseca del género humano respecto a la Tradición primordial).

No obstante, la figura del Rey del Mundo se aplica al
Manu, cual legislador primordial del hinduismo (como también lo fuera al Menes egípcio
o al Minos griego), formulando la Ley (Dharma). Y el Dharma, como principio que
puede ser manifestado, puede establecerse por un centro espiritual en este
mundo, por una orden encargada de salvaguardar el depósito de la Tradición
sagrada (perteneciendo aquí el carácter pontifical al jefe de una jerarquía
iniciática de gran calado, que en Europa tuvo su mayor repercusión en plena
Edad Media y cuyo nombre fue el de Preste Juan). Y el nombre del Reino del
Preste Juan fue relacionado indistintamente con el Tíbet, Etiopia, la India o Mongolia;
de hecho, se especula que desde uno de ellos, tuvo origen la peregrinación de
los Reyes Magos de Oriente, en representación del Rey del Mundo (de manera más
específica, se cree que serían los jefes del Agarttha -en sánscrito, “fosa innaccesible”).

Pero la leyenda del Agarttha, como centro supremo de la
tradición indoeuropea, establece que su jefe supremo porta el título de Brahâtmâ;
y sus dos asesores son el Mahâtmâ y el Mahânga (siendo Brahâtmâ en el ámbito
del mundo principal no manifestado, Mahâtmâ en el mundo sutil y Mahânga dentro
del mundo material). Curiosamente, coinciden con las figuras de los Reyes
Magos, pues el Mahânga ofrecería oro al Cristo y lo saludaría como rey; el
Mahâtmâ le entregaría incienso, saludándole como sacerdote y, por último, el
Brahâtmâ le daría mirra (bálsamo de incorruptibilidad), saludándole como
“maestro espiritual”. Por último, el Brahâtmâ corresponde a la plenitud de los
dos poderes: sacerdotal y real; Mahâtmâ, específicamente relacionado con el
poder sacerdotal y Mahânga, únicamente con el poder real.

Por otra parte, el Verbo es también llamado “sol de
Justicia” o “centro del mundo”, ambos atributos representativos de la figura de
Melki-Tsedeq; y si el sol también representaría a Cristo, los doce rayos con
que es representado, vendrían a ser los doce apóstoles, en conformidad a la
estrecha relación entre el cristianismo y la Tradición primordial.

También el Santo Grial deviene símbolo de la Tradición
primordial y, por lo tanto, del “Eje del mundo”; dicho “Eje del mundo”, a su
vez, está representado por el Árbol de la Vida en centro del Paraíso terrenal,
el Pardes. No siendo Adán capaz de alcanzar de nuevo su antigua condición, es
desposeído de su “estado primordial” (y es que el Paraíso terrenal representa
el “centro del mundo”); la recuperación de dicho estado deviene la restauración
del orden primordial, hasta entonces oculto. Entra entonces en escena, la
figura de Melki-Tsedeq, cuyo sacerdocio se ofrece a “El Élion”, en una
eucaristía con pan y vino, análoga a la cristiana (y por ende a la de la copa
sacrificial que contendría el “soma” védico o el “haoma” mazdeísta); es decir,
con el “elixir de la inmortalidad” que restituiría el “sentido de eternidad”. Y
con Melki-Tsedeq y la bendición a Abraham, se unirían la tradición hebraica y
la Primordial. Por ello, “El Élion” equivaldría a Emmanuel, y se reformularía
la relación entre Melki-Tsedeq y la tradición cristiana. Por otro lado, los
tres Reyes Magos de Oriente habrían sido los depositarios de una importante graduación
iniciática (aunque en Melki-Tsedeq se reunieran las tres funciones en una
sola). Por otra lado, siguiendo el simbolismo de la “Luz” que guiara otrora a
los Reyes de Oriente hacia la cueva en que se encontrara el Mesías, y
estableciendo cierto paralelismo en relación a nuestro cuerpo, la palabra
hebrea “luz” (“almendra”) nos indicaría cierta partícula indestructible que se
alojaría en el ser humano; dicho núcleo sería “morada de inmortalidad”,
embreñada la Kundalini (dicho término, significa “enroscado”, cual símbolo
embrionario de lo que potencialmente puede desarrollarse) en la región “sacra”
de la columna vertebral. De hecho, por el efecto de ciertas prácticas yoguicas,
podríamos despertar dicha Kundalini, elevándose a través de los chakras -o
lotos-, hasta llegar al “tercer ojo”, es decir, el ojo frontal de Shiva; en una
fase ulterior, Kundalini llegaría a alcanzar la cima de la cabeza, cual
conquista de los estados superiores del ser. Curioso que, según la tradición
hindú, el Agarttha se convirtiese en reino subterráneo coincidiendo con los
inicios del Kali Yuga (de hecho, numerosas tradiciones sagradas citan un diluvio
universal como el comienzo de dicho período y, como fase terminal, la lucha de
Kalki -último avatar de Vishnú, nacido en Shambhala- contra los demonios Koka y
Vikoka -Gog y Magog bíblicos-.

Manu es el Legislador universal del Manvâtara (ciclo
cósmico de 65.000 años) que, “haciendo girar la rueda” desde el centro, no
participa de dicho dinamismo. Y tal “centro” es el punto fijo, que todas las
tradiciones sagradas coinciden en designarlo como el “Polo” (por ejemplo, la
esvástica consistiría simbólicamente en dicho sentido, cual signo del “Polo”).

Entonces, ¿dónde buscar al Rey del mundo? “Buscad y
encontraréis; pedid y os será concedido; llamad y se os abrirá” (Mateo VII, 7);
de esta manera, se nos insta a buscarlo, oculto como permanece, castamente en
nuestros corazones; y que la caverna, anteriormente relacionada con el corazón,
sería la que hallaremos en el interior de la “Montaña polar”, de la que hablan
todas las tradiciones sagradas (el Mêru de los hindúes, el Alborj de los
persas, el Montsalvat del Grial, el Qâf de los árabes o el Olimpo de los
griegos); en esencia, viene a representar el eje fijo de todo cuanto existe, simbolizando
dicha montaña, el “Centro del mundo” antes del Kali Yuga.

Por todo ello, es tan importante el simbolismo del
“Centro del mundo”, relacionado con el omphalos cual piedra sagrada, también denominada
“betilo” –Beith El, “casa de Dios” en hebreo-, a la que se ha prestado
recurrente culto en todas las épocas y regiones del mundo; más, cuando se habla
del culto a las piedras, debe entenderse no literalmente, sino más bien desde
la representación del “centro o eje del mundo”. Y es que la piedra, como el
árbol –igualmente “eje del mundo”- está también relacionada con la serpiente (y
ésta, a su vez, con la Kundalini, habiéndose de efectuar su reconstitución al
final del Kali Yuga). En definitiva, más allá de acumular amuletos o frecuentar
lugares de culto exterior, se trata de recuperar una condición edénica o de
perfección dilapidada. La palabra sánscrita “loka” manifestaría éste simbolismo;
así pues, la Tierra santa devendría tal, no por su localización, sino por su
valor simbólico.
* (La mayoría de estas anotaciones, han sido reflexionadas sobre la lectura del libro “El Rey
del mundo” de René Guénon, cuya lectura recomiendo encarecidamente).

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