Según un relato hindú, hallándose presta una persona a realizar una peregrinación, ya a las afueras de su pueblo se encontró con un anciano desconocido que, tras observarlo detenidamente, le alcanzó y preguntó sin ambages: “¿Hacia dónde te diriges, joven peregrino? - Hasta las sagradas aguas del Ganges en Benarés. ¿Y con qué intención, si no es excesiva indiscreción por mi parte? – Para encontrar a Dios... Joven amigo, necesitarás provisiones para tan largo viaje, ¿ya has sido previsor? Te veo ligero de equipaje… -Llevo todo este dinero (le dijo, enseñándoselo)”. Resueltamente, el anciano le ordenó: “Dame todo tu dinero”. El joven, al principio contrariado, tras observar la sincera paz que se dibujaba sobre el semblante de aquel anciano y sopesando su condición de maestro, así lo hizo; ante lo cual, el viejo le conminó: “estoy seguro que hubieras llegado con tu predisposición y dinero pero, en lugar de eso, te vas a lavar ahora mismo con mi cantimplora”. El joven, no sabiendo exactamente ya qué hacer, optó por tomar aquella cantimplora y vaciarla sobre su cabeza; al devolvérsela, el venerable maestro le dijo: “ahora, ya puedes estar seguro de haber conseguido lo que tanto aspirabas, pues ni en la ciudad de Benarés, ni en las aguas que la atraviesan, ha morado jamás Dios un solo instante; y, en cambio, desde que fue creado el corazón del hombre, no ha dejado de estar en él. Ahora, vuelve a tu casa y sopesa adecuadamente que, cuando lo necesites, viaja a tu propio corazón”.
Homero mencionó a la Siria primitiva (cual "tierra solar" donde se hablaría la lengua siríaca o adámica), situándola allende Ogigia (lo que nos permitiría asociarla con la Thulê hiperbórea), isla en la que pasó prisionero Odiseo/Ulises siete años de su vida, en manos de la ninfa Calipso. Plutarco escribiría también sobre la isla de Ogigia, indicando que allí el sol era visible veinticuatro horas, pues disfrutaba de días más largos...
martes, 13 de mayo de 2014
Según un relato hindú, hallándose presta una persona a realizar una peregrinación, ya a las afueras de su pueblo se encontró con un anciano desconocido que, tras observarlo detenidamente, le alcanzó y preguntó sin ambages: “¿Hacia dónde te diriges, joven peregrino? - Hasta las sagradas aguas del Ganges en Benarés. ¿Y con qué intención, si no es excesiva indiscreción por mi parte? – Para encontrar a Dios... Joven amigo, necesitarás provisiones para tan largo viaje, ¿ya has sido previsor? Te veo ligero de equipaje… -Llevo todo este dinero (le dijo, enseñándoselo)”. Resueltamente, el anciano le ordenó: “Dame todo tu dinero”. El joven, al principio contrariado, tras observar la sincera paz que se dibujaba sobre el semblante de aquel anciano y sopesando su condición de maestro, así lo hizo; ante lo cual, el viejo le conminó: “estoy seguro que hubieras llegado con tu predisposición y dinero pero, en lugar de eso, te vas a lavar ahora mismo con mi cantimplora”. El joven, no sabiendo exactamente ya qué hacer, optó por tomar aquella cantimplora y vaciarla sobre su cabeza; al devolvérsela, el venerable maestro le dijo: “ahora, ya puedes estar seguro de haber conseguido lo que tanto aspirabas, pues ni en la ciudad de Benarés, ni en las aguas que la atraviesan, ha morado jamás Dios un solo instante; y, en cambio, desde que fue creado el corazón del hombre, no ha dejado de estar en él. Ahora, vuelve a tu casa y sopesa adecuadamente que, cuando lo necesites, viaja a tu propio corazón”.
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