miércoles, 15 de octubre de 2014


El Rostro, cual espejo del alma.

Aquel niño, durante los primeros años de su vida, tuvo la perspectiva de que se hallaba en un mundo al que realmente no pertenecía. En su colegio, por ejemplo, sus compañeros sí que sabían cómo comportarse en todo momento, qué hacer en el aula, cómo formar en el patio, cuándo posponer comerse el almuerzo -para el segundo recreo y no el primero-; y es que, seguramente, siempre fue un niño despistado y, quizás por ello, prefirió mantenerse apartado del resto de compañeros durante uno, dos, tres y hasta cuatro años, deambulando sólo por un patio de recreo (que se le antojaba otrora, y aún sigue siéndolo, gigantesco). De hecho, no tenía amistad alguna de su edad, hasta que literalmente se obligó a concederse una mínima oportunidad a integrarse en el grupo del que se sabía cada vez más aislado. Y es que, hasta entonces, la soledad no le parecía desagradable sino, más bien al contrario, gratamente acogedora.
Así, 
en mitad del recreo durante las Navidades de mediados los setenta en la vieja capital castellana donde residía, se dedicaba a contemplar sus cielos encapotados, creyendo oír cantar a coros celestiales justo antes de nevar copiosamente; y en las soleadas mañanas de primavera, antesala de las fiestas patronales del colegio, no perdía su afabilidad impersonal cotidiana, preludio –eso sí- de las ansiadas vacaciones estivales.
No obstante, sólo había un sitio por el que, sin comprenderlo, se sentía excepcionalmente atraído: la capilla del colegio que, en forma de cripta, acogía unas escaleras descendentes y bancadas a ambos lados, hacia el altar ;y que era visita obligada en la mañana de los viernes, cuando se reunían numerosos compañeros del colegio que, en mayor o menor medida, asistían con escaso fervor a un acto más bien protocolario. No obstante, cuando la visión y el aroma de los cirios encendidos bajo la tenue luz que asistía al templo, se conjuntaba con olor del incienso de Jerusalén, los sentidos del chico eran invadidos por una atmósfera que hacía que su alma pudiera "levitar” sin razón aparente -pues, de hecho, no entendía el sentido que podía haber más allá al recitar el Padrenuestro-.
Y así, fue pasando el tiempo hasta que, con once o doce años, una noche le ocurrió algo realmente extraño. De madrugada, y como era habitual en él, se despertó con ganas de ir al lavabo; pero vete aquí que, además de sus hermanos durmiendo a su lado, junto a la cabecera de su cama al abrir los ojos y en medio de la penumbra, no acabó de creerse lo que vio: una enorme figura angelical. El niño cerró los ojos y volvió a abrirlos, esta vez, lentamente; pero el resultado fue el mismo. Y es que no podía ser verdad que aquella majestuosa figura, dibujada perfectamente desde el suelo hasta el techo y plegando dos enormes alas a su espalda, estuviera sonriendo ante su velada indiscreción; sea como fuere, en un instante, aquel chico se encontró reconfortado ante semejante presencia, como si realmente no le fuese tan extraña (cuando, obviamente, no recordaba haber sido antes testigo de semejante “alucinación”); y, creyéndola como tal, se incorporó lentamente sobre el lecho y, tras retirar las sábanas, se levantó junto a aquella resplandeciente silueta que le estaba sonriendo. 
Así, extáticamente, pudo contemplarla mejor sin plantearse ninguna pregunta al respecto y marchando, al instante, hacia el lavabo. Ya en el excusado, sopesó la probabilidad de que hubiera sido una simple ofuscación y que, en el momento de volver al dormitorio, brillara por su ausencia; pero no fue así y, a su vuelta, allí estaba esperándole en la misma posición e imantándole firmemente, sin apenas ladear su cabeza, con su mirada. Con menor sorpresa, pero igual o mayor respeto, el chico avanzó entonces desde el umbral de la puerta nuevamente hasta la cama y, casi rozando la figura del ángel al pasar a su lado, se sentó sobre ella ante él. 
Así estupefacto, aunque sin rehuirle la mirada ni un instante, acabó por resignarse al no encontrar explicación lógica alguna y, humildemente, optó por descartar que aquella beatífica visión fuese real –al menos en este mundo-, introduciéndose finalmente entre las sábanas y quedando dormido mientras contemplaba plácidamente aquellos ojos.  
Por la mañana queriendo olvidar lo sucedido, no comentó nada con nadie.
Pero, por la noche, volvió a incurrir en la misma indiscreción, cuando abrió temerosamente sus ojos en mitad de la oscuridad; y allí estaba otra vez aquella figura, que con su cabeza tocaba el techo, mientras una luz irradiaba a su alrededor, fulgurante e incandescente en medio de la oscuridad, lo que le hacía extrañamente visible en su manifiesta transparencia.
El niño quiso ver sus pies, sin poder verlos; sus manos, en cambio, estaban juntas, ampliándose bajo unos brazos caídos a los lados, y bajo un sencillo ropaje de la blancura más impoluta. Y lo que más claramente pudo percibir fue su semblante, vislumbrándolo cual figura masculina, aunque bien pudiera ser tomada igualmente por femenina; pues, aunque imberbe, eran sus facciones marcadas bajo una amplia cabellera (que fluctuaba junto a la intensa aura que se incrementaba a su alrededor).
Sea como fuere, aquella bienaventurada aparición no pertenecía a este mundo, por lo que no podría causarle ningún daño; pero, independientemente de ello, sabía fidedignamente que tal hecho no ocurriría. Y es que siempre, cómplice de su hermetismo, lo encontró sonriéndole en cuanto abría sus ojos, tanto al levantarse, como cuando regresaba, como cuando volvía a dormirse. Y así cada noche, todas sin excepción, durante un año.
Pero una noche, sin más, desapareció; no volvió a producirse aquel contacto visual, en ninguna otra ocasión.  
Y el niño, simplemente, decidió olvidar; sin llegar nunca a comprender la verdadera razón de aquella visita, entendió que su presencia había estado colegiada a instancias ajenas a la suya; y, no siguiendo mínimamente unos parámetros de lógica alguna como paulatinamente fueron rigiendo su cotidianidad, con el paso de los años se excusó a recordarlo cuál espejismo o recuerdo que en otra vida se hubiese concertado, desde entonces limitándose a contemplar los misterios de la vida, no como algo increible -como hacía el resto de la gente-, sino como parte de la existencia misma.  
 
 

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