jueves, 16 de octubre de 2014


Sentado a la orilla del mar, medito en la ola que no se repite; y, en cambio, si estuviese ante un desierto ajado de matojo y piedras, la vida se me presentaría como detenida. Y así es como se me antoja la nostalgia; no pienso que la nostalgia sea una buena compañera en la vida. De entrada, es engañosa, presentándosenos tristemente agradable, al recordarnos un pasado regido por una selectiva memoria (igualmente engañosa). En un flujo constante, como es la vida misma, calificaría a la nostalgia como nuestra propia resistencia al cambio. Y es que, ella nos involucra directamente con el organigrama horizontal del espacio/tiempo y, por extensión, con nuestra pasividad ante el eterno presente. La nostalgia no abre horizontes, sino que los cierra; intentar experimentar emociones pretéritas, anhelando o deseando actualizar éstas, únicamente conformará rémoras psicológicas que nos impedirán progresar en nuestra vía espiritual (debiendo ser conscientes, de entrada, que se precisa de la muerte de nuestro ego con dicho fin; o que, sin cambio no hay crecimiento, sea del tipo que sea -como recuerda el Tao-). En cierta ocasión, una persona muy sabia me dijo: “Aquello que atormente a tu memoria, escríbelo, quémalo y tíralo al mar”.

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