martes, 10 de junio de 2014


El Buda tuvo por prioridad aportar una “fe que salvaba”, basada en un sereno desapego (que hoy día produce, más que nunca, un enorme escepticismo); Y aunque la paz interior no domine nuestra época, aquel que pueda seguir sus enseñanzas y no se entregue a reducidas fracciones de conciencia -ante acontecimientos agradables o desagradables-, ampliará su conciencia de la “totalidad”; una “pura conciencia”, donde el “Vacío” se sitúe más allá de la polaridad “sujeto-objeto” (tathatâ).
Pensemos, por ejemplo, en el símbolo de Buda por antonomasia: la flor de loto, iluminada por el sol y flotando sobre las apacibles aguas. Lo que hay en el fondo de las cosas es realmente tal cual esa flor: paz y belleza inmutables que escapan a toda oposición, a todo devenir.
Por ello, Buda es paz, renuncia y misericordia, más propias del eremita o contemplativo que de una sociedad más parecida a un enjambre o un hormiguero, que a otra cosa.
Siguiendo la máxima “amaos los unos a los otros”, tengamos en cuenta que, para ello, debemos primero rebasar el ego que, tal rémora, impide que podamos salvar a los demás –si éstos lo quieren, pues no se puede salvar a quien no quiere-; por ello, debemos empezar por querer salvarnos a nosotros mismos, realizando un camino hacia lo verdaderamente valioso y centrándonos en el desapego de lo transitorio y el “apego” a lo Absoluto.

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