martes, 10 de junio de 2014


El Símbolo.

Podríamos calificar a la simbología como aquella ciencia arquetípica e iniciática, que nos permite ir más allá de las engañosas apariencias (como reza el refrán), al vehicular dos realidades -una conocida y otra desconocida- cual soporte de auto conocimiento que, en primera instancia, no es más que la percepción de una realidad sutil. Y digo sutil, porque cuando menos resulta contradictoria, al ocultarse tanto como reflejarse en el mundo que nos rodea (realidad que las diferentes tradiciones han contemplado en diversas vías esotéricas o exotéricas, dependiendo de la perspectiva). Y es que existe un mundo pleno de realidades etéreas y universales que, a simple vista, nos pasa desapercibido. Así, la simbología nos colocaría en un plano intermedio de fuerzas que, generalmente, han tomado nombres de dioses o entidades sutil, donde el símbolo serviría para advertirnos de nuestra verdadera naturaleza, a pesar de que nuestra actual condición no sea solamente espiritual; y el rito o gesto simbólico, otro tanto, al revelarnos el poder transformador que nos concreta lo abstracto, manifestándonos lo desconocido.

Y es que, precisamos del símbolo para “elevarnos” a los “estados superiores” y, gracias a ello, “revelarnos” a nosotros mismos como otrora denunciara Platón en su relato de la Caverna (cueva iluminada desde el mundo arquetípico).

De nada servirá no actuar en consecuencia o limitarnos a interesarnos mínimamente por el hermetismo y la simbología, más allá de entenderlo como un simple hobby (en el mejor de los casos), no debiendo “especular” con el conocimiento que nos reporta el símbolo del que se sirve la Tradición primordial, sino sumirlo activamente,  regenerando nuestra conciencia con la receptividad que precede al influjo de fuerzas que hemos de invocar (fuerzas que, por otra parte, se encuentran en nosotros mismos).

Y, para empezar, dos energías se religarán; una fuerza superior o vertical a otra inferior u horizontal. Y dichas energías conformarán el primer símbolo de la figura de la cruz (especificándose como uno de los primeros símbolos universales); o el rombo, al unirse sus vértices;  vértices que, al girar, conformarían también un círculo (otro símbolo, si no el principal de todos). Círculo que, a su vez, proyecta así unas directrices, al dividirse en cuatro partes y creando un organigrama relacionado con el espacio y el tiempo, a izquierda y derecha de la horizontal- en particular-, y toda dualidad –complementaria de opuestos, cual Caduceo de Hermes-, en general. A su vez, la dirección axial alberga una función activa y doble (ascendente y descendente) por un lado, que entroniza con la función pasiva u horizontal, que origina nuestro estado humano individual.

Así pues, en nuestra mano se halla ser conscientes plena y humildemente de nuestras circunstancias y peculiares características, con las que dar debidamente sentido a nuestra eventual contingencia terrenal, más allá del integral absurdo que se nos puede antojar, en un momento dado, todo ello. 

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