sábado, 21 de junio de 2014


La educación.

Miraré de no extenderme y, antes de nada, decir que la “Crítica

de la razón pura” de Kant, que comienza con la dedicatoria al barón de Zedlitz
y acaba con la defensa última del pensamiento “crítico”, aún no ha sido leída
totalmente por mi humilde persona; y que mis referencias sobre el autor vienen
dadas por su llamativa biografía en primera instancia y, más tarde, por sus
controvertidas descalificaciones a Emmanuel Swedenborg. No obstante, y sin
prejuicio alguno sobre su persona, intentaré exponer brevemente mi punto de
vista sobre un aspecto vital de nuestra sociedad –si no el más importante-,
como es el de la educación.
 

La base pietista-empírica de Kant, independientemente de su
tendencia a negar el altísimo valor del estado de la Naturaleza, sintetizada en
el binomio expuesto por la disciplina y la instrucción, deberían ser un buen
punto de partida en el actual contexto educacional –cuando menos, teniendo en
cuenta los tiempos que corren-. Pero un segundo paso, y de mayor calado,
debería ir en sintonía con la teoría platónica; hacia una Educación –con mayúsculas-
desde el corazón, pues ¿para qué se educa?
 

Recuerdo cuando yo era un niño y recibíamos azotes, capones,
bofetadas o, simplemente, importantes dosis de terror psicológico (por parte de
curas y seglares de una alta institución educativa de carácter privado, en el
Burgos de segunda mitad de los 70 y primera de los 80) –aunque ahora tenemos,
en numerosas ocasiones, pruebas del extremo contrario-. Sea como sea,
sencillamente se intenta –e intentaba otrora- que el niño piense bien y actúe
en consecuencia; y dicha razón aduce, con parca humanidad, a un ingente valor
de la mente y sus réditos. Pero ¿y dónde quedaría englobada la conciencia? Para
Kant, la conciencia es difícilmente encasillable, puesto que la lógica del
pensamiento no puede manifestarse a sí misma sino como otro objeto o “fundamento”
del pensar; un principio puramente intelectual para determinar nuestra
existencia, en base a intuiciones sensibles que nunca irían más allá del campo
de la experiencia, no hallándose la realidad en la subjetividad, sino siendo
objetivas las cosas exteriores, lo que para Kant eran las exclusivamente
reales. O sea, una nueva y renovada proposición empírica al lema de –y desde- Descartes.
Y es que occidente ha dicho muchas cosas sobre la materia, muy poco sobre la
mente y nada sobre la naturaleza de la conciencia.
 

Mientras, para mí, el exponencial esfuerzo de la conciencia
debería ser el trampolín hacia una completa vida interior, libre de
contradicciones cotidianas y más allá del espacio y el tiempo. No deberíamos
formar parte de una sociedad de artificios que ambicione el poder, la gloria,
el placer o la fortuna como fines últimos del mundo que, falsificado por bienes
materiales y ausente de bienes espirituales, cada día vemos más claramente
devenir.
 

Con la única visión racionalista de los últimos siglos,
¿dónde quedaría la espiritualidad? ¿O la fe? ¿O Dios? ¿O el Espíritu? ¿Cómo oír
el divino susurro apenas perceptible del que han hablado los místicos y
profetas a lo largo de los siglos y que debemos hallar en nuestro Ser más
íntimo? No lo oiremos con especulaciones de la inteligencia ni por el trabajo
de nuestras manos exclusivamente sino, más allá del dictamen de la razón,
subordinándonos a una sobriedad, simplicidad, solitud y santidad, que nos guie
desde el corazón.

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